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martes, 29 de septiembre de 2009

Aquellos eternos veranos




Recuerdos de mi infancia




No sé porqué, pero el tiempo pasa cada vez más deprisa. Es como un reloj que no mantuviera su ritmo regular, sino que en cada vuelta sus agujas se apresurasen más en llegar a las doce.


Recuerdo aquellos largos veranos que se fundían con los sueños y los juegos de mi infancia. Aquellos veranos felices a los que no parecían acabárseles los días, tal vez porque nunca consulté el calendario ni pensé que suponían una cuenta atrás para una etapa tan fugaz de la vida.


Todo empezaba cuando Doña Conchita examinaba los cuadernos escritos durante el curso, y seleccionaba para la exposición los más limpios y cuidados. Yo procuraba poner encima del montón los que se veían más esmerados y rezaba para que sólo hojeara las primeras páginas de cada uno, pues en ellas la letra lucía más bonita… por aquello de los buenos propósitos que siempre me hacía cuando compraba un cuaderno nuevo, en la confitería de Rafael o en la tienda de José Caballero. Lamentablemente, al cabo de cinco o seis páginas me olvidaba de la buena presentación y volvía a mis “oes” como ruedas de carro. Así las llamaba don Manuel Millán, quien tantas veces, en vano, intentó corregírmelas.


Después, las libretas eran perforadas y encuadernadas con una cinta de raso y una portada de cartulina en la que hacíamos un dibujo y figuraba nuestro nombre. Lo más emocionante venía cuando la exposición estaba montada en el comedor del colegio, y todos nos sentíamos un poco protagonistas por ver allí nuestras manualidades: talegas bordadas en punto de cruz, murales, grúas construidas con palillos de dientes… y por supuesto nuestros cuadernos, en los que aparecía un rótulo manuscrito indicando los ganadores de los premios que el mismo D. Francisco García Amo vendría a entregar.


Yo jamás gané ningún premio, y aunque no niego que me hubiese gustado, el no obtenerlo tampoco supuso para mí ninguna tristeza imborrable, pues ésta se desvanecía con la fiesta de fin de curso y el inicio de las vacaciones.


El fin de curso era una ocasión muy especial. Recuerdo a aquel señor mayor que venía en un coche muy grande acompañado de su esposa, y se sentaba tras una mesa a la sombra de las moreras del campo de fútbol del colegio. Junto a él el director don Antonio Pérez y el resto de profesores.


Los muchos niños y padres que observábamos el espectáculo nos manteníamos alrededor de los márgenes blancos que había pintados en la arena del recinto. Yo nunca pude acercarme a aquel anciano que se llamaba igual que el colegio, pero desde la lejanía, advertía su figura y lo intuía como alguien muy importante.


Una a una iban sucediéndose las tablas de gimnasia de los chiquillos vestidos con camiseta blanca y pantalón corto de color azul, y los bailes regionales que las niñas habían ensayado para la ocasión.


La fiesta se clausuraba con la entrega de premios y medallas… como la medalla a la bondad, que una vez, para mi gran orgullo infantil, ganó mi hermano José Enrique.


Cuando la celebración acababa, empezaba verdaderamente el largo y apacible verano: correr en el paseo, saltar a la comba, jugar a “matar” con una pelota a riesgo de ser descubiertas y regañadas por Juan de la Cruz, que se desvivía en su celo por cuidar aquellas bonitas rosas de los arriates; algún que otro día ir a bañarse a una alberca, y un par de noches en semana… al cine de los Martínez.


Capítulo aparte merecían las siestas, cuando después de comer terminaba el telediario y la televisión cerraba su emisión hasta la tarde. Mis padres dormían y mis hermanos mayores, juntos o por separado, invertían esas calurosas horas en sus cosas. El pequeño los acompañaba, pues mis juegos de niña no lo atraían demasiado.


Era el momento de la soledad, el silencio y la imaginación. Bastaban unas muñecas de papel y unos vestidos recortables para vivir una romántica aventura de hadas y princesas. Mi mundo se centraba entonces en aquella caja de zapatos donde guardaba cinco lánguidas muñecas que nunca conseguía mantener erguidas, a pesar de apoyarlas sobre la pared, por lo que ingenié una base de cartón pegada a sus pies que me dio buen resultado. Aquello fue toda una proeza de la que me enorgullecí durante mucho tiempo. Cada una tenía su nombre y todas eran hermanas. Salían a pasear, iban a bailes y tomaban el té en unas tazas de mayor tamaño que toda su cabeza, pero lo importante no eran los detalles, sino vivir aquella fantástica realidad que yo observaba allí mismo, sentada en el suelo marrón y blanco de mi cuarto.


Algunas siestas, me dedicaba al corte y confección de ropa para mi muñeca favorita, una pelirroja regordeta que me consiguió mi madre en los comestibles de Antonio Oteros, y que obsequiaban por reunir un ingente número de cupones del “Ariel”.


La verdad era que la confección brillaba por su ausencia, pero el corte se me daba bien. Consistía en recortar un rectángulo de un trapo del polvo y hacerle unos agujeros para meter los brazos. La falda era otro rectángulo, pero sin agujeros, y todo ello se ceñía al cuerpo de la muñeca con otra tira estrecha de tela que anudaba en su cintura.


Así transcurrían los días bellos y apacibles, en los que no necesitaba grandes cosas para disfrutar. Todo era simple y entrañable… y lo que no tenía lo suplía la imaginación.


A veces me pregunto si el ingenio de un niño lo fomenta más la desmesura de herramientas didácticas o la falta de ellas.


Usábamos hilo y vasos de yogur para fabricar teléfonos, y latas vacías de melocotón en almíbar para hacernos zancos. Las escobas de mi madre eran un vehículo perfecto para surcar el viento sobre su grupa, corriendo por el patio con mi amiga Maria Estrella, aunque nunca éramos brujas, sino secretas agentes que viajaban de un lado a otro del mundo. Un barreño de chapa era una grandiosa piscina, y las risas y juegos nuestras mejores vacaciones.


Aquellos días se diluyeron en el tiempo, pero siguen existiendo en mi memoria, como cada cosa que se recuerda y no muere hasta que no se olvida… y yo no olvido aquellos eternos veranos.


Adelaida Ortega Ruiz.






Antiguo Paseo D. Diego Carro.
Aquí jugué, aquí crecí.




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7 comentarios:

  1. ...Ayyyy...., qué maravilla! Adelaida me acabas de llevar a aquellas fiestas de fin de curso, uno de estos días escribiré sobre ello pues participé muy activamente tanto en las tablas de gimnasia, como en el coro, incluso recogí algún que otro premio y me tocó leer el discurso de fin de curso cuando acabé octavo de EGB.

    Besos.

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  2. Yo estaba entre las que miraban el espectáculo. De cualquier modo lo recuerdo con mucho cariño.

    Aquella fiesta marcaba el inicio de una temporada mágica, llena de sol, de juegos y de largos y tranquilos momentos que perdurarán siempre en mi memoria.

    Un beso Elena, y me alegro de haberte transportado con la imaginación a aquellos recuerdos entrañables.

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  3. Ando como tele-transportado en el tiempo.
    Imposible sustraerse a aquellas vivencias. Recuerdo a la perfección, nombre y apellidos tanto de mis compañeros, como de profesores, en el colegio de los Hnos. Maristas. Tampoco yo obtuve ningún premio ¡je!, aquellas matrículas de honor orladas...

    Gracias por refrescar mi memoria.
    Un beso, Adelaida.

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  4. Es cierto, Jose Alfonso... imposible sustraerse a aquellas vivencias, porque son las primeras piezas del "Exin Castillos" de nuestra vida.
    Por el camino podemos dejar en el olvido otras piezas más pequeñas, pero difícilmente las que compusieron nuestros cimientos.

    Un beso para ti, amigo.

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  5. Pues sí Mª Carmen. Yo también recuerdo alguna anécdota un poco amarga de la escuela (creo que como todo el mundo), pero cuando hago balance, prefiero quedarme con lo bueno, que es más abundante y mucho más positivo.

    Una vez, mi maestra de 4º de EGB, nos mandó para el día siguiente copiar un dibujo de Platero, que venía en el libro de Lecturas, y a mí que el dibujo nunca se me dio mal, me salió muy bonito. Recuerdo que estuve toda la tarde pintando el burrito y lo llevé a la escuela muy orgullosa del resultado.

    Cuando doña Conchita lo vio dijo que lo había calcado.
    Le hice ver que mi burro era mucho mayor que el del libro y que eso era imposible; y entonces ella dijo que de cualquier modo no podía haberlo hecho yo y, seguramente, me lo habría dibujado alguno de mis hermanos mayores.

    Fíjate que tontería, pero llegué a casa llorando, porque mi admirada maestra había matado toda mi ilusión de un plumazo y mi trabajo bien hecho, lejos de obtener el reconocimiento que yo esperaba, sólo sirvió para poner en duda mis "dotes" artísticas y para hacerme quedar por mentirosa.

    Ese es mi recuerdo más negro de la escuela de Carteya. En aquella época hirió profundamente mi sensibilidad infantil, pero pasado el tiempo, las cosas buenas superan a los detalles desagradables, y yo procuro quedarme con el lado feliz.

    Un abrazo Mª Carmen, y gracias por tu comentario, que me ha alegrado mucho.

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  6. qué tiempos en los que el verano nos parecía durar tanto como el invierno...has tarido recuerdos preciosos a mi mente y sin saberlo, has inspirado un nuevo recreo de mis momentos... me pongo manos a la obra.
    un beso.

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  7. Me alegra haberte inspirado.
    Espero ansiosa para ver a qué te llevó la imaginación leyendo mis recuerdos.

    Un beso Ana.

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