Anselmo era un cincuentón chapado a la antigua. Nació en un pequeño pueblo andaluz y permaneció al amparo de sus padres hasta que ambos fallecieron, dejándole en herencia la vivienda familiar y varias fanegas de buen olivar, aunque algo alejado del pueblo.
Cada día iba caminando a su finca y él mismo hacía todas las faenas a mano. Procuraba gastar lo mínimo en maquinaria y peones, y hasta de coche carecía, pues decía que andar era sano y sobre todo económico.
Una tarde de invierno, estando en su tierra, el cielo se oscureció súbitamente y empezó a llover de forma torrencial.
Normalmente, regresaba al pueblo atajando por veredas, entre los olivos, pero esa tarde pensó que, lloviendo de aquella manera, mejor sería salir hasta la carretera a pedir auxilio.
Caminó un buen rato por el arcén hasta que la noche cayó por completo. El agua lo había calado hasta los huesos cuando la lluvia, por fin, amainó un poco, dando paso a una espesísima niebla.
Anselmo no paraba de mirar atrás, esperando que apareciera algún coche que lo llevara hasta el pueblo.
De repente unos faros se hicieron visibles en la lejanía y él se dispuso a hacer señales con su pequeña linterna, que por suerte llevaba en el bolsillo.
Los minutos pasaban y Anselmo, extrañado, advirtió que aquel vehículo tardaba más de lo normal. Los faros avanzaban tan lentamente que a veces parecían estar inmóviles en la carretera.
Esperó y esperó hasta que por fin el coche
llegó a su lado y paró en medio de aquella oscura y lluviosa noche de invierno.
Sin más preámbulos, el campesino abrió la puerta trasera y subió de un salto, momento en que el automóvil reinició su lento avance.
Cuál no sería su sorpresa cuando observó que allí dentro no había absolutamente nadie. Nadie lo conducía, pero el coche se movía.
El pobre hombre quedó paralizado por la impresión y hundió su cuerpo, empequeñecido por el terror, en el asiento trasero, incapaz de gritar siquiera.
Un momento después, vio con estupor cómo una mano mojada entraba por la ventanilla abierta del conductor y giraba levemente el volante. Después de tomar la curva, la misteriosa mano desapareció por donde había venido, perdiéndose de nuevo en la cerrada oscuridad de la noche.
Anselmo no daba crédito a lo que sucedía. Planeó saltar del vehículo, pero sus músculos no respondían; tal era el estado de pánico en el que se hallaba. Además pensó que aquel ser, tal vez de ultratumba, estaría oculto en la negrura del exterior…
Fue entonces cuando una cabeza que chorrreaba agua asomó por la ventanilla y le gritó: “¡Oye, tú! Ahí se tiene que ir bien, pero ¿por qué no sales y empujas un rato como los demás?”
Adelaida Ortega Ruiz