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martes, 29 de septiembre de 2009

Aquellos eternos veranos




Recuerdos de mi infancia




No sé porqué, pero el tiempo pasa cada vez más deprisa. Es como un reloj que no mantuviera su ritmo regular, sino que en cada vuelta sus agujas se apresurasen más en llegar a las doce.


Recuerdo aquellos largos veranos que se fundían con los sueños y los juegos de mi infancia. Aquellos veranos felices a los que no parecían acabárseles los días, tal vez porque nunca consulté el calendario ni pensé que suponían una cuenta atrás para una etapa tan fugaz de la vida.


Todo empezaba cuando Doña Conchita examinaba los cuadernos escritos durante el curso, y seleccionaba para la exposición los más limpios y cuidados. Yo procuraba poner encima del montón los que se veían más esmerados y rezaba para que sólo hojeara las primeras páginas de cada uno, pues en ellas la letra lucía más bonita… por aquello de los buenos propósitos que siempre me hacía cuando compraba un cuaderno nuevo, en la confitería de Rafael o en la tienda de José Caballero. Lamentablemente, al cabo de cinco o seis páginas me olvidaba de la buena presentación y volvía a mis “oes” como ruedas de carro. Así las llamaba don Manuel Millán, quien tantas veces, en vano, intentó corregírmelas.


Después, las libretas eran perforadas y encuadernadas con una cinta de raso y una portada de cartulina en la que hacíamos un dibujo y figuraba nuestro nombre. Lo más emocionante venía cuando la exposición estaba montada en el comedor del colegio, y todos nos sentíamos un poco protagonistas por ver allí nuestras manualidades: talegas bordadas en punto de cruz, murales, grúas construidas con palillos de dientes… y por supuesto nuestros cuadernos, en los que aparecía un rótulo manuscrito indicando los ganadores de los premios que el mismo D. Francisco García Amo vendría a entregar.


Yo jamás gané ningún premio, y aunque no niego que me hubiese gustado, el no obtenerlo tampoco supuso para mí ninguna tristeza imborrable, pues ésta se desvanecía con la fiesta de fin de curso y el inicio de las vacaciones.


El fin de curso era una ocasión muy especial. Recuerdo a aquel señor mayor que venía en un coche muy grande acompañado de su esposa, y se sentaba tras una mesa a la sombra de las moreras del campo de fútbol del colegio. Junto a él el director don Antonio Pérez y el resto de profesores.


Los muchos niños y padres que observábamos el espectáculo nos manteníamos alrededor de los márgenes blancos que había pintados en la arena del recinto. Yo nunca pude acercarme a aquel anciano que se llamaba igual que el colegio, pero desde la lejanía, advertía su figura y lo intuía como alguien muy importante.


Una a una iban sucediéndose las tablas de gimnasia de los chiquillos vestidos con camiseta blanca y pantalón corto de color azul, y los bailes regionales que las niñas habían ensayado para la ocasión.


La fiesta se clausuraba con la entrega de premios y medallas… como la medalla a la bondad, que una vez, para mi gran orgullo infantil, ganó mi hermano José Enrique.


Cuando la celebración acababa, empezaba verdaderamente el largo y apacible verano: correr en el paseo, saltar a la comba, jugar a “matar” con una pelota a riesgo de ser descubiertas y regañadas por Juan de la Cruz, que se desvivía en su celo por cuidar aquellas bonitas rosas de los arriates; algún que otro día ir a bañarse a una alberca, y un par de noches en semana… al cine de los Martínez.


Capítulo aparte merecían las siestas, cuando después de comer terminaba el telediario y la televisión cerraba su emisión hasta la tarde. Mis padres dormían y mis hermanos mayores, juntos o por separado, invertían esas calurosas horas en sus cosas. El pequeño los acompañaba, pues mis juegos de niña no lo atraían demasiado.


Era el momento de la soledad, el silencio y la imaginación. Bastaban unas muñecas de papel y unos vestidos recortables para vivir una romántica aventura de hadas y princesas. Mi mundo se centraba entonces en aquella caja de zapatos donde guardaba cinco lánguidas muñecas que nunca conseguía mantener erguidas, a pesar de apoyarlas sobre la pared, por lo que ingenié una base de cartón pegada a sus pies que me dio buen resultado. Aquello fue toda una proeza de la que me enorgullecí durante mucho tiempo. Cada una tenía su nombre y todas eran hermanas. Salían a pasear, iban a bailes y tomaban el té en unas tazas de mayor tamaño que toda su cabeza, pero lo importante no eran los detalles, sino vivir aquella fantástica realidad que yo observaba allí mismo, sentada en el suelo marrón y blanco de mi cuarto.


Algunas siestas, me dedicaba al corte y confección de ropa para mi muñeca favorita, una pelirroja regordeta que me consiguió mi madre en los comestibles de Antonio Oteros, y que obsequiaban por reunir un ingente número de cupones del “Ariel”.


La verdad era que la confección brillaba por su ausencia, pero el corte se me daba bien. Consistía en recortar un rectángulo de un trapo del polvo y hacerle unos agujeros para meter los brazos. La falda era otro rectángulo, pero sin agujeros, y todo ello se ceñía al cuerpo de la muñeca con otra tira estrecha de tela que anudaba en su cintura.


Así transcurrían los días bellos y apacibles, en los que no necesitaba grandes cosas para disfrutar. Todo era simple y entrañable… y lo que no tenía lo suplía la imaginación.


A veces me pregunto si el ingenio de un niño lo fomenta más la desmesura de herramientas didácticas o la falta de ellas.


Usábamos hilo y vasos de yogur para fabricar teléfonos, y latas vacías de melocotón en almíbar para hacernos zancos. Las escobas de mi madre eran un vehículo perfecto para surcar el viento sobre su grupa, corriendo por el patio con mi amiga Maria Estrella, aunque nunca éramos brujas, sino secretas agentes que viajaban de un lado a otro del mundo. Un barreño de chapa era una grandiosa piscina, y las risas y juegos nuestras mejores vacaciones.


Aquellos días se diluyeron en el tiempo, pero siguen existiendo en mi memoria, como cada cosa que se recuerda y no muere hasta que no se olvida… y yo no olvido aquellos eternos veranos.


Adelaida Ortega Ruiz.






Antiguo Paseo D. Diego Carro.
Aquí jugué, aquí crecí.




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martes, 8 de septiembre de 2009

Himno Atlético Nueva Carteya. ¡Todos juntos, carteyanos!

 Yo no entiendo mucho de fútbol, por eso cuando me pidieron que escribiese un himno para el equipo de Nueva Carteya, no creí porder hacerlo.
Pensé que debía ser algo que transmitiera ánimo a los jugadores y a la afición...



¡Todos juntos, carteyanos!

Verde y blanco es mi equipo,
Verde y blanca mi bandera
Pisa fuerte sobre el campo,
¡Viva Atlético Carteya!

Vamos juntos al partido
¡Arriba siempre muchachos!
que por cada uno perdido,
cien victorias se han hallado.

A ganar hemos venido con empuje y valentía,
y en batir la portería nuestro honor está empeñado,
pero si nos faltan fuerzas, lucharemos mano a mano.
Todos juntos somos uno, y uno… muchos carteyanos.

Escucha Nueva Carteya
este canto que entonamos,
que alegría nos da al alma.
¡Todos juntos carteyanos!

Adelaida Ortega Ruiz.

Escúchalo aquí:


Letra: Adelaida Ortega Ruiz.
Música: Tomás Oteros Ordóñez.
Voz: Victoria Pérez Villar
y Francisco Jiménez Pérez

Palabras, sentimientos hechos poesía. Para la revista de feria 2009







Dale al "Play" para escuchar
La Saeta

Silencio rojo y negro.


Madrugada de silencio,
sangre roja y negro duelo.
Cristo herido en el madero,
soledad que mira al cielo.


Dolor, llanto, cruel flagelo,
sufrimiento y penitencia,
espinas blancas en su pelo
y una cruz en su sentencia.


Jueves Santo carteyano,
Vía Crucis del silencio;
no es silencio, que es respeto,
esperanza, fe y anhelo.


Está escrito su destino,
yo no oigo más que un eco,
y lo sigo en su camino
por las calles de mi pueblo.


Pies descalzos, frío suelo,
tambor triste surca el viento,
larga estela hecha de ruegos,
mil promesas… sentimiento.



Senda amarga del calvario,
andar que para en cada rezo,
amor impreso en un sudario,
catorce perlas de un misterio.

Jueves Santo, madrugada,
humilde cruz sin ornamento;
tú la llevas en el alma,
fiel cofrade rojo y negro.

Adelaida Ortega Ruiz.





A mi Cristo Crucificado


Viernes Santo a paso lento.
Sobre alfombra de claveles,
miro arriba y me conmueves,
tan sublime, Cristo bueno
.

Pasión marcada en tu cuerpo,
rostro enjuto de amargura,
eterno icono es tu figura
del cristiano sentimiento.

Paso firme y hombro ardiente,
costaleros de tu amor;
no hay cansancio ni dolor,
sino orgullo de quererte.


Recuerda Cristo a tus cofrades
que te amaron y se fueron.
Ya no están para portarte,
te acompañan en el cielo.

En tu madero clavado
noble escuchas la saeta

que escribió un día aquel poeta
llamado Antonio Machado.

Y al fin de tu caminar,
no preciso una escalera;
desde un balcón de Carteya
te podemos descolgar.



¡Hoy sí eres tú mi cantar!
Yo puedo cantarle y quiero
a ese sencillo madero
y al dolor de tu mirar.


Cantar de un pueblo andaluz
que todas las primaveras
con fervor quema sus velas
para alumbrarte en tu cruz.



Adelaida Ortega Ruiz





Dedicado a la memoria de Paco Baena.
Allá donde estés, Cristo estará contigo como tú estviste con él.






¿NO POR SER MUJER?. Premio local del I Certamen literario "Con nombre de Mujer". 4 de Julio de 2009






Una historia que aunque salió de mi imaginación, bien podría representar las vivencias de muchas mujeres que no han podido alcanzar sus sueños, precisamente por ser mujeres.


¿No por ser mujer?




La década de los treinta daba sus últimos coletazos. La guerra había terminado. Eran tiempos difíciles para una familia humilde como la nuestra. En casa éramos demasiadas bocas que alimentar, y como solía decir mi padre, para colmo de males, Dios no lo bendijo con ningún hijo varón. ¡Ideas de otros tiempos!

Él trabajaba de sol a sol, pero a pesar de ello, el dinero sólo nos alcanzaba para malvivir.
Siempre recuerdo aquella frase suya… “un niño nos hubiera traído un pan bajo el brazo”.

A veces me hubiera gustado ser el varón que trajese aquel pan. Tal era la concienciación sexista que respiré desde la cuna, consecuencia derivada sin duda de una arraigada cultura machista, que aún hoy, a mis ochenta y un años de edad, veo que los españoles no hemos desechado plenamente.

Yo, por ser la mayor de las cuatro hermanas, me quedaba en casa ayudando a mamá.
Carmen contaba por aquel entonces diez años, uno menos que yo, y Dolores y Francisca seis y cuatro respectivamente.

A mi corta edad sabía limpiar, lavar la ropa y cuidar a las dos pequeñas. Tuve que aprender pronto, pues mi madre se pasaba el día cosiendo y planchando por encargo, para traer a casa algún ingreso extra.

Vivíamos siempre con lo justo, pues aunque teníamos para comer, no podíamos permitirnos ningún otro lujo en ropas ni cosas para la casa. Los vestidos iban pasando de una en otra cuando se nos quedaban pequeños. Mamá los zurcía bastante bien y los usábamos hasta casi destrozarlos. Ella guardaba algo del dinero que ganaba con sus costuras, para “los imprevistos” como le oí decir tantas veces.

Mi casa era pequeña, pero nos arreglábamos bien. Sólo había otro dormitorio bastante grande aparte de la alcoba de matrimonio, así que Carmen y yo dormíamos juntas en una cama doble, y Dolores y Francisca en otra igual al lado. Abajo estaba la cocina, la despensa, el comedor y un patio con un pozo, un limonero precioso y un corralillo en el que criábamos gallinas.

Carmen era la única de nosotras que iba a la escuela de Doña Mercedes, donde algunas niñas aprendían labores de costura y bordado, a leer, a escribir e incluso las cuatro reglas. Doña Mercedes era la viuda de don Manuel, el médico, y cuando éste murió prematura y repentinamente, ella puso la escuela en la salita de la antigua consulta de su marido, y así iba subsistiendo. Sin embargo a mi madre nunca quiso cobrarle nada por enseñar a Carmen, pues vivía en la casa de al lado, y mi hermana se pasaba el día con ella desde que tuvo uso de razón. A cambio de esas clases gratuitas, mamá acostumbraba a plancharle y hacerle algunos arreglos de ropa a la maestra.

Carmen era muy bonita, con piel clara y pelo negro, ojos oscuros y una sonrisa muy dulce, aunque su mayor virtud era su facilidad innata para estudiar. Recuerdo su afán constante por aprender cada día cosas nuevas, pero nosotros no teníamos libros ni dinero para comprarlos, por lo que doña Mercedes le prestaba a mi hermana los de la biblioteca de su difunto marido, que eran devorados por la mente insaciable de la niña, así fueran de geografía, historia, novela o incluso medicina.

Jamás olvidaré la noche en que oí aquella conversación de mis padres, cuando pensaban que todas nosotras dormíamos profundamente. Mi madre dijo que esa tarde había venido a hablarle doña Matilde, la esposa del boticario, que tenía tres hijos de corta edad, y buscaba una chica de unos diez u once años para que los cuidara y sirviera en su casa. Papá dijo que era una noticia estupenda y que así una de las dos mayores podríamos ayudar con lo que ganásemos, y de paso Carmen se olvidaría de una vez por todas de tantos pájaros como tenía en la cabeza con los libros y el estudio, añadiendo que ya era hora de que aprendiera a ser una mujer y se preparase para llevar una casa, pues pronto estaría en edad de confeccionarse el ajuar y de echarse novio para casarse, lo que no encontraría en esas absurdas lecturas en las que andaba siempre inmersa.

Mi madre le dio la razón, aunque confesando que sentía pena, pues doña Mercedes le había insistido muchas veces en la gran capacidad y predisposición de Carmen para estudiar y en que deberían plantearse que la niña, dada su valía, estudiara una carrera de maestra o de cualquier otra cosa.

Papá le contestó que tal vez, si fuera un varón, harían el esfuerzo de mandarlo a estudiar, pero que una mujer debía pensar en formar una familia y conocer el manejo de la casa y las labores femeninas, y que todo lo demás, sería a la larga una pérdida inútil de tiempo y de dinero.

Así acordaron que yo seguiría en casa como hasta entonces, que las dos pequeñas empezarían a ir a la escuela con doña Mercedes para aprender al menos a escribir, y que Carmen, que ya sabía más que suficiente, iría a servir a casa del boticario.

“¡Ya sabía más que suficiente para ser mujer!”. Ahora, cuando mi existencia alcanza su último tramo y tengo la experiencia de toda una vida, miro hacia atrás y me doy cuenta de cuan equivocados eran todos aquellos prejuicios sobre los que nos asentábamos, como si fueran las bases más sabias y sensatas, o simplemente lo natural.

A la mañana siguiente Carmen se levantó temprano, como de costumbre, dispuesta a marchar con la maestra. Mi madre le comunicó que aquella sería su última jornada de escuela, pues al día siguiente empezaría a trabajar sirviendo en casa de doña Matilde. Mi hermana lloró todo el día, pero de nada sirvieron sus lamentos. Incluso doña Mercedes vino a hablar con mi madre, pero ésta le dijo que “la decisión estaba ya tomada y la última palabra la tenía su marido”, o sea, mi padre, que en absoluto era un mal padre… simplemente era un hombre de su época con la visión práctica que entonces se consideraba más acertada. En su cabeza no entraban otras alternativas para la vida de una mujer.

A mi hermana no le quedó más remedio que obedecer y entró al servicio de doña Matilde. Allí jugaba con los niños, los sacaba a pasear y los cuidaba, aparte de ayudar a la señora en las tareas domésticas. Cada día entraba a trabajar a las ocho de la mañana, y volvía a casa al anochecer, excepto los domingos, que tenía la tarde libre. Su única alegría era que pudo ampliar la gama de libros para leer, pues don Segismundo, el boticario, contaba con gran variedad de títulos en su despacho, y Carmen aprovechaba el ratito de la siesta en que los niños dormían, para leer con fruición.

Una noche, al acostarnos me contó que don Segismundo la había sorprendido con un libro sobre “farmacología natural” en las manos. Ella se asustó mucho y pensó que la despediría por tocar las cosas sin permiso; comenzó a llorar y pidió perdón prometiendo que no volvería a hacerlo más, pero para su sorpresa, el boticario, lejos de reprenderla, se mostró muy interesado en los motivos de la niña para tal lectura, que en cualquier caso, podría resultar tediosa para una chiquilla de diez años. Mi hermana le explicó entonces que no era aburrida en absoluto, puesto que le apasionaba todo lo referente al efecto de las plantas sobre el organismo humano, su absorción por éste y la aplicación terapéutica para la curación de distintas enfermedades. También le contó que conocía bastante bien la anatomía humana y las funciones de los órganos vitales, gracias a los libros de medicina que la viuda de don Manuel el médico le había prestado desde que era pequeña.

Don Segismundo se quedó tan impresionado que a penas pudo articular palabra. Le costaba creer que una niña tan pequeña tuviese aquel ímpetu y ansia de aprender, a pesar de ser mujer y de pertenecer a una familia sin recursos económicos. Sólo alcanzó a decirle que tenía permiso para usar los libros en sus ratos libres y que podía llevárselos a casa para leerlos por las noches, siempre que quisiera.

De este modo Carmen empezó a venir cargada a diario con pesados tomos sobre plantas, fármacos, sustancias químicas y enfermedades, además de las novelas de autores clásicos que, para ella, suponían una lectura liviana. Por la mañana los devolvía puntualmente, por si acaso el boticario los pudiese precisar para alguna consulta de su trabajo, y así los llevaba y traía cada día con exquisito cuidado, pues ella afirmaba que los libros eran un tesoro cuyo valor iba más allá de su mera presencia física.

Fueron pasando los años y yo cumplí dieciocho. Aquel tiempo transcurrió lento y pesado, como si cada día durase una eternidad. La monotonía me hacía más largas las horas, siempre con los mismos quehaceres y sin otra ilusión de futuro que echarme novio y no quedarme “para vestir santos”, como decían mis padres. Mis labores giraban siempre en torno a lo mismo: recoger tierra blanca para fregar los cacharros de cocina, barrer y fregar los suelos de rodillas, cocinar y lavar la ropa a mano. Por las tardes me sentaba junto a mi madre, y mientras escuchábamos la radio, ella cosía y yo bordaba mi ajuar, que a aquellas alturas ya tenía casi acabado. Mis padres comenzaban a preocuparse, pues a mi edad aún no tenía ningún pretendiente, y eso desvelaba sobre todo a mi madre, que no quería siquiera pensar en que me convirtiera en una solterona. “¿De qué viviría cuando ellos faltasen?”

En cambio a Carmen, que ya había cumplido los diecisiete, la rondaba desde hacía meses un joven algo mayor que ella. Él tenía veintiún años y acababa de heredar la panadería de su familia, lo que lo convertía a ojos de mis padres en un excelente partido para mi hermana.

Carmen, por aquel entonces, llevaba ya un año trabajando como manceba en la farmacia de don Segismundo, pues tras los años de servicio en su casa, éste valoraba mucho su inteligencia, y decía de ella que era una muchacha muy despierta, así que la colocó como su ayudante.

Adolfo, el panadero, se había fijado en mi hermana en sus visitas a la farmacia, y comenzó a esperarla cada tarde a la hora de cerrar, para entablar conversación con ella. En aquella época no estaba bien visto que una pareja de jóvenes pasearan solos por la calle, así que mi hermana solía andar delante y él la seguía hasta casa unos pasos por detrás, hablándole desde lejos sobre cosas banales, para no provocar los comentarios de la gente.

Mi hermana me confesó que se sentía halagada por la atención que suscitaba en aquel hombre, pero que no estaba segura de querer formalizar una relación con él. A pesar de eso, una noche, tras entrar ella en casa, Adolfo se quedó en la puerta esperando, y al rato, tocó con los nudillos. Mi madre salió a ver quien era, y el chico le pidió hablar con su marido. Venía a solicitar permiso para cortejar a Carmen, pues él, según le aseguró a mi padre, quería hacer las cosas bien, ya que era un hombre formal y deseaba contar con la aprobación de la familia.
De este modo, comenzaron a verse y a hablar a diario.

Mi hermana aún albergaba la esperanza de poder estudiar algún día. Durante todos aquellos años, desde que entró a trabajar con doña Matilde, no había dejado de leer cuanto caía en sus manos y de aprender más y más cosas. Soñaba con ser médico, aunque ella sabía que eso era un sueño casi imposible por motivos económicos y sobre todo, porque chocaba con el infranqueable obstáculo de ser mujer en un ambiente rural y en una sociedad eminentemente machista.

De todos estos anhelos estaba al corriente Adolfo, pues al irse incrementando la confianza entre la pareja, mi hermana le había abierto su corazón. Él había alimentado su ilusión, prometiéndole que una vez casados él podría costearle sus estudios, ya que su negocio iba muy bien y podía permitírselo. Carmen se veía radiante de felicidad. El joven era apuesto, atento con ella y sobre todo parecía comprenderla mejor que nadie en el mundo.

En el otoño de 1948, tras dos años de noviazgo se casaron. Mi hermana Carmen tenía ya diecinueve años. Estaba llena de emoción ante el nuevo mundo que se ponía a su alcance. Se había informado, y si hacía unos cursos de convalidación y unos exámenes, podría ingresar en la Universidad de Medicina en un plazo aproximado de tres años. Aún era muy joven y estaba a tiempo de realizar sus sueños.

Transcurrido un mes desde la boda, un día en que fui a comprar el pan, cuyo despacho atendía mi hermana desde que era esposa de Adolfo, le pregunté a ésta cuándo empezaría los cursos de los que me habló y cómo se las ingeniaría para atender la panadería y estudiar al mismo tiempo. Ella pareció inquieta al responderme. Me dijo que tendría que aplazarlo un poco, pues su marido quería ampliar el negocio y le había pedido que esperase hasta que la situación se estabilizara de nuevo.

Yo, mientras tanto seguía en casa, “compuesta y sin novio”. A mis veinte años continuaba esperando el príncipe azul que me asegurase el futuro, un futuro de ama de casa que llegaría a su culmen siendo madre de familia, máxima y casi única aspiración para una mujer en aquella época. Cuando ahora pienso en aquellas ideas retrógradas, no puedo menos que plantearme la hipocresía tejida en torno a la vida de la mujer, que aún hoy no ha desaparecido por completo: no hacía falta que estudiásemos ni nos preparásemos para ganarnos la vida por nosotras mismas, ya que cuando viniera el futuro marido a rescatarnos de nuestra soltería, no tendríamos necesidad de otras capacidades que no fueran las labores del hogar. Sin embargo, si ese marido no llegaba, nos veríamos condenadas a permanecer al amparo de nuestros padres hasta el día en que ellos faltasen, y cuando eso sucediese, el único trabajo para el que estaríamos capacitadas sería fregar y barrer en casas ajenas para ganarnos el pan, pues nunca nos prepararon para otra cosa ni se contempló la necesidad de ello.

A medida que pasaban los meses, mi hermana Carmen se mostraba más taciturna. Ya a penas me contaba nada como solía hacer antaño, y sus visitas a nuestra casa se fueron espaciando. Al principio venía cada día varias veces, pero ahora sólo lo hacía cada varios días y siempre con prisas y con una excusa a mano para marcharse pronto. Yo me preguntaba qué podría pasarle. Ya no veía en ella aquella alegría ni la ilusión desbordante con la que contrajo matrimonio.

Un día fui a visitarla por la tarde. A esa hora el despacho de pan estaba cerrado, así que pensé que tendríamos más intimidad y tal vez se sincerase conmigo.
Encontré la puerta de atrás entornada, por lo que entré llamándola a media voz. La casa estaba oscura, con todas las ventanas cerradas y las cortinas corridas. Me extrañó que hubiera salido dejando la puerta abierta, de modo que pasé al fondo, hacia la cocina, donde se veía luz que entraba del patio. Allí estaba sentada mi hermana, sola, llorando. Enseguida la abracé sin preguntarle nada, y ella se desmoronó en mis brazos dando rienda suelta a su llanto contenido. Me dijo que tendría que marcharme pronto, pues Adolfo no tardaría en regresar y le molestaría encontrarme allí. Me contó entre sollozos que nada de lo que éste le prometió antes de casarse era cierto. Tras mucho tiempo de darle largas a sus aspiraciones de estudiar, un día ella le exigió que le dijera cuando podría empezar aquellos cursos. Él volvió a decirle que más adelante, y entonces ella lo enfrentó dejándole claro lo que pensaba: “que él la había engañado y que tan sólo pretendía tener a su disposición una criada para la casa y una dependienta para la panadería, sin importarle que jamás pudiera desarrollar sus otras cualidades como persona”. Aquel fue el primer día que su marido le pegó, lleno de furia y gritándole que “ella era su mujer y haría lo que él mandase, así que se fuera olvidando de las tonterías inútiles y se centrara en trabajar como cualquier mujer normal”.

Asimismo me contó que poco a poco él se había vuelto irascible, revelando un carácter huraño y posesivo. Le recriminaba que saliera de casa, aunque fuera a ver a su familia, por lo que ella tenía que hacer escapadas casi furtivas para visitarnos. Le impuso el tipo de ropa que debía usar, llegando a quemarle todas las prendas que él consideraba “imprudentes”, y prohibiéndole tajantemente que leyera los libros que el boticario y doña Mercedes le habían regalado, así como los que ella adquirió con sus ahorros de años de trabajo, los cuales ardieron junto a los vestidos en una gran hoguera en el patio.

Me sentí indignada y lloré con ella. Aquello debía tener una solución, y le dije a mi hermana que se viniera a casa conmigo, que cuando papá lo supiera seguro que él lo arreglaría. Carmen se negó. Temía que si no salía bien y se veía obligada a volver con su marido, las cosas empeorasen aún más.
Luego me urgió para que me marchase antes de que él regresara, y me pidió que no les contara nada de momento a nuestros padres, pues tal vez todo se arreglase.

Me marché apesadumbrada. Aquella noche di vueltas en la cama sin poder conciliar el sueño. Ya me preocupaba a todas horas pensando si él estaría pegándole en aquel momento y sentía una gran pena por mi hermana, obligada a renunciar a sus sueños que sin duda podría realizar si alguien le diera una sola oportunidad para intentarlo.

Cada día yo iba a la panadería y tratábamos de comunicarnos por señas, para saber si todo iba bien, pues Adolfo andaba siempre por allí y sobre todo, cuando íbamos alguien de la familia, no la dejaba sola ni un momento. Así fue pasando el tiempo y Carmen con veintitrés años, aparentaba mucha más edad de la que tenía. La tristeza y las ropas oscuras que siempre vestía le conferían un aspecto envejecido y melancólico.

Yo comencé a verme con Ignacio, un joven vendedor ambulante de mi misma edad, que solía venir al pueblo con fruta en un camión. No tardó mucho en pedir mi mano y planeamos casarnos para la siguiente primavera. De aquel modo la preocupación de mis padres por mi soltería se vio aliviada, pero no así la que yo compartía en secreto con mi hermana por su desdichada situación.

Una noche, cuando ya estábamos acostados, oímos fuertes golpes en la puerta. Presentí que algo malo podría haberle sucedido a Carmen y no sé cómo salté de la cama y bajé la escalera, pero en sólo unos segundos yo estaba abriendo la puerta y abrazando a mi hermana, que estaba allí de pie, con el único abrigo de una manta sobre su camisón, y descalza en medio de la calle en aquella gélida noche de invierno. La hice pasar inmediatamente y cerré la puerta. Ella temblaba como una hoja, no sé si más por el frío o por el pánico que su rostro reflejaba. Mi padres y mis hermanas pequeñas, que habían bajado tras de mí, se amontonaron en el portal preguntando todos a la vez lo que pasaba. Los gemidos entrecortados de Carmen no nos dejaban entender sus explicaciones, así que la guié suavemente hacia el comedor, donde aún quedaban algunos rescoldos de picón encendidos en el brasero, bajo la mesa. Subí rápidamente a buscar ropa y zapatos para que se vistiera, y al quitar la manta de sus hombros, todo quedó claro. Sus brazos, su espalda… todo su cuerpo estaba lleno de hematomas.

Unos momentos después se oyeron de nuevo desmesurados golpes en la puerta. La casa retumbó del suelo al techo y la pobre Carmen se refugió en los brazos de mamá como si fuera un bebé. El terror la tenía completamente paralizada. Sólo repetía una y otra vez “¡Ayudadme, no quiero volver con él!”. Todos imaginábamos que sería Adolfo el que llamaba. Papá fue a abrir, pero antes nos dijo que subiéramos todas arriba y esperásemos allí.

Mi cuñado entró colérico, preguntando dónde estaba su mujer. Creo que si la hubiese encontrado en su camino la hubiese maltratado delante de todos, a juzgar por su tono furibundo. Mi padre procuró calmarlo. Lo oímos invitarlo a sentarse para hablar. Nosotras escuchábamos desde arriba, las cinco abrazadas y muertas de miedo. Nunca habíamos vivido una situación así; bueno… excepto mi hermana, en la piel de la cual nos estábamos poniendo en aquel mismo momento.

Es fácil imaginar la conversación, pero difícil asimilar tanta incomprensión. Mi padre le dijo que no consentiría que le pegase a su hija, y Adolfo le contestó que ahora era su mujer, y que él era quien no consentiría todas aquellas historias absurdas de Carmen, con las que pretendía desatender su casa y a su marido. Exigió que Carmen bajase o por el contrario él subiría a buscarla. Papá consiguió tranquilizarlo y le rogó que la dejase pasar la noche allí, pues estaba muy nerviosa, y le prometió que al día siguiente él mismo la acompañaría a su casa.

Por fin Adolfo se marchó algo menos alterado, y entonces nosotras bajamos a hablar con mi padre. No podíamos creer que él la fuera a poner de nuevo en las garras de aquel desaprensivo. Nos contestó que “él no podía hacer nada, puesto que Carmen era la mujer de Adolfo y su lugar ahora era su casa, junto a su marido, y que lo que debía hacer era no enfadarlo con sus tonterías, pues él bien que se lo venía diciendo desde niña”. Mi padre agregó que “si ella se portaba como una mujer cabal, seguro que ya no tendría más problemas”. Después dio las buenas noches y le recordó a Carmen que por la mañana se preparase bien temprano para volver a su hogar.

Nos quedamos boquiabiertas. Papá quería aparentar fortaleza, pero mientras subía la escalera, observé sus hombros hundidos, su cabeza gacha, y su expresión de profunda desazón.

¿Qué podíamos hacer? Mi madre lloraba angustiada, mis hermanas pequeñas no sabían qué hacer ni qué decir y Carmen… Carmen habría dado cualquier cosa porque no amaneciera. Cada poro de su piel exhalaba pánico.

Subimos a acostarnos, aunque aquella noche nadie durmió. Yo me tumbé junto a mi hermana en esa cama grande que habíamos compartido tantos años, y la acurruqué en un abrazo que quería transmitirle todo el amor que sentía, que en aquel momento era más grande que cualquier otra cosa en el mundo.

Nos pasamos la noche así, mirando a la ventana y deseando que no entraran por ella las claras del día. Pero la mañana llegó y Carmen tuvo que marchar.
Pasaron varios días antes de que nos atreviésemos a ir por la panadería. Temíamos que nuestra presencia fuera contraproducente. Por fin yo me decidí una mañana y fui al despacho de pan. Mi hermana estaba allí, como de costumbre, pero no parecía ser ella. Le habían robado su ser, su esperanza, su alegría de vivir. Ahora era como un pájaro con las alas rotas, que vive y respira, pero no puede volar, y se queda en una jaula resignado a esperar la muerte sin haber sido nunca feliz.

El invierno tocó su fin. A finales de Marzo, la primavera florecía sonriente. En casa ultimábamos los preparativos de mi boda, que sería a mediados de Mayo.

Mamá me confeccionó el vestido de novia más bonito que yo había visto jamás. Lo copió de un periódico viejo, donde aparecía una foto de las nupcias del Archiduque Félix de Austria con la princesa Ana de Arenberg. También les hizo lindos vestidos a mis hermanas y ahora estaba cortando el traje de mi padre, que sería el padrino de bodas. No sabíamos si Carmen tendría ya preparado su vestido, pues desde aquella noche de la paliza, sólo hablábamos con ella lo imprescindible al comprarle el pan, porque Adolfo parecía irritarse cuando estábamos allí. Mi hermana no había vuelto a visitarnos desde entonces.

Nos sorprendió que una noche, cuando estábamos cenando, llegara a nuestra casa acompañada de su marido. Él parecía de buen humor, e incluso bromeó conmigo acerca de la boda. Mi madre aprovechó para preguntarles a ambos si querían que ella les hiciera la ropa que lucirían el día de la ceremonia. Carmen se limitó a mirar a Adolfo, como esperando que él decidiera. Me dolió ver hasta qué punto mi hermana carecía ya de su propia opinión, que se limitaba a lo que su marido ordenase.

Adolfo reaccionó bien; dijo que sí, e incluso hizo un comentario sobre “lo buena modista que
era su suegra”. Mi madre se puso muy contenta. Yo creo que pensaba que las cosas tal vez se habrían arreglado. Entonces les pidió que vinieran a tomarse las medidas cuando quisieran. Mi padre también pareció súbitamente eufórico por aquel cambio repentino de Adolfo, tanto fue así, que le insistió a éste para que lo acompañase al bar de enfrente, para invitarlo a un anís.

Cuando se marcharon, no sin que antes mi cuñado advirtiera que volverían enseguida, mamá le dijo a Carmen que aprovecharía mientras los hombres regresaban para tomarle a ella las medidas, ya que tenía pensado un modelo precioso que podría confeccionarle. Mi hermana pareció reacia. Le puso la excusa de que Adolfo iba a volver pronto y no les daría tiempo, pero mi madre pasó directamente a bajarle la cremallera del vestido mientras le decía “¡anda, tonta, si sólo será un momento!”. En cuanto mi madre tiró de la primera manga pudimos contemplar las moraduras, unas más recientes, otras de color más difuso…

Carmen se subió la manga bruscamente sin decir nada. Se sentó y sus ojos empezaron a brillar llamando a las lágrimas. El absoluto silencio que se hizo en la sala hablaba por sí solo. Un momento después dijo: “hoy volvió a pedirme perdón una vez más”.

A partir de entonces me propuse ayudar a mi hermana. No podía dejarla en manos de aquel individuo sin escrúpulos. Tenía que hacer algo y tenía que hacerlo ya.

Una semana después, fui a visitar a una amiga que casualmente vivía al lado de la panadería. Como era la hora de la merienda, nos sentamos junto a la ventana a charlar y tomar el café. Estuve intencionadamente pendiente de la calle todo el tiempo, hasta que vi salir a mi cuñado de su casa. Entonces me despedí y fui a casa de mi hermana.
Se alegró mucho de verme, pero la hice callar y le pedí que me prestara atención. A continuación saqué de mi bolso un paquete envuelto en papel de periódico y se lo entregué.

-Toma este dinero y márchate ahora mismo -le dije.



-Pero… no puedo. Me buscará y es capaz de matarme -repuso ella.


-No le digas a nadie dónde estás, ni siquiera a mí ni a nuestros padres. Cuando pase un tiempo, ponte en contacto conmigo. Yo iré a vivir a la capital cuando me case, y desde allí me será más fácil ayudarte - le aseguré.


-¿Pero de dónde sacaste todo este dinero? -me preguntó Carmen mientras quitaba el papel y tomaba en su mano los billetes.


-Vendí mi ajuar -le contesté sonriendo-. Ignacio me ayudó y él lo fue vendiendo por los pueblos con su camión.

Nunca olvidaré la triste sonrisa que se dibujó en su cara, mientras las lágrimas le brotaban incontenibles y me abrazaba con toda la emoción y el orgullo que sólo es capaz de albergar el cariño entre dos hermanas.

Recogió algunas cosas apresuradamente y las metimos en varias talegas de pan, para no levantar sospechas entre los vecinos. Le dije que se diera mucha prisa, pues Ignacio la esperaba con el camión a las afueras del pueblo, y él la llevaría hasta la estación de tren. El corazón se nos salía del pecho. A mí me latía tan fuerte que podía escuchármelo sin esfuerzo. Si Adolfo nos sorprendía…

Cuando nos disponíamos a salir, la puerta de la casa se abrió y un relámpago de miedo helado paralizó nuestros cuerpos. Pensamos que todo se había acabado, pero por fortuna era mi madre quien apareció en el portal.


-¿Qué haces aquí, mamá? -le preguntó mi hermana.


-Hija, he estado observando a Inés toda la semana -dijo refiriéndose a mí-. Sabía que tramaba algo, y he ido comprobando que cada día mermaba el ajuar que se bordó desde pequeña. Sé que vas a marcharte -añadió- y aquí te traigo el dinero “de los imprevistos”… ese que fui guardando todos estos años. ¡Tómalo y adelante! Te quiero hija mía.

Todo salió como Ignacio y yo habíamos planeado. Nunca podré agradecerle bastante al que fue mi marido durante cuarenta y dos años, el apoyo y la comprensión que me brindó.

Después de aquello, como era de esperar, Adolfo llegó enfurecido a mi casa buscando a Carmen. Gritó, pataleó, golpeó las paredes y las puertas y dio puñetazos sobre la mesa, pero sinceramente ninguno sabíamos dónde estaba mi hermana.

En el pueblo se sucedieron las habladurías. Murmuraban que era una “cualquiera” que había abandonado a su marido para poder vivir a sus anchas. Escuchábamos los crueles comentarios sobre ella con profundo dolor, pero con el regocijo de que había logrado escapar de su incierta y negra vida.

Yo tuve que aplazar unos meses mi boda, pues entre mis hermanas pequeñas, mi madre y yo, hubimos de improvisar un nuevo y básico ajuar, sin tantos bordados ni adornos, pero ciertamente hecho de amor.

Ignacio y yo nos casamos el 4 de Agosto de 1953, cuando yo contaba veinticinco años. La única pena que enturbió mi felicidad aquel día fue no tener a mi hermana Carmen a mi lado. Tras de la boda nos fuimos a vivir a la capital, que distaba treinta kilómetros de mi pueblo. Poco tiempo después supe de mi hermana. Ella conocía mi nueva dirección y me mandó una carta sin remite citándome dos días más tarde en una cafetería cercana a mi nueva casa.

Acudí a la cita a la hora señalada y por fin pudimos besarnos y abrazarnos. Carmen parecía otra. Hasta su pelo brillaba más y sus ojos volvían a tener la chispa de antaño. Me contó que estaba en una pensión barata bajo un nombre falso, porque vivía en perpetua alerta, y que de momento había conseguido un trabajo por las tardes fregando escaleras en varios edificios.

Se había matriculado para los cursos de acceso a la universidad, así que por las mañanas asistía a clase, y por las noches estudiaba. Mal que bien iba tirando gracias al dinero que ganaba trabajando y, el que mamá y yo le dimos lo reservaba para los gastos de libros y estudios. Me prometió que algún día me devolvería todo lo que le di, pero yo le aseguré que aquello que le entregué no era otra cosa que la esperanza de ser feliz, mas la felicidad no tiene precio, por lo que me sentiría bien pagada si alguna vez ella lograba realizar sus sueños.

Hoy he acudido al funeral de mi hermana. Murió ayer, cuando había cumplido los ochenta años de edad.

Tuvo la vida que ella siempre deseó, aunque no exenta de dificultades. Consiguió acabar la carrera de medicina, y a los treinta y dos años trabajaba ya de cirujana en el Hospital Provincial. Su marido la descubrió allí y comenzó a acosarla. Por aquellos años no existía el divorcio, por lo que legalmente y ante la Iglesia seguían estando casados. Ella tuvo que cambiar varias veces de domicilio, pero él siempre la seguía y continuaba amenazándola.

Algún tiempo después conoció a un doctor inglés que vino a España a dar unas conferencias sobre recientes descubrimientos médicos. Él era científico y experimentaba con nuevas tecnologías. Se enamoraron como quinceañeros y un año después vino a despedirse de todos nosotros, pues se marchaban a Londres a vivir juntos. Allí empezó a trabajar con él y se introdujo en el mundo de la investigación médica. A lo largo de los años logró varios premios muy prestigiosos en este campo. Nosotros leíamos las noticias en la prensa y nos sentíamos tan felices y orgullosos como jamás pudimos imaginar. Cada año venían a España a visitarnos un mes durante el verano. Se quedaban en casa de mis padres y Adolfo en aquellos días parecía desaparecer de la faz de la Tierra; ya no se atrevía a reclamarle nada, porque ella estaba ahora muy lejos de su alcance.

Tuvo dos hijos y una vida plena y feliz; luchó y consiguió lo que siempre anheló, para lo que demostró ampliamente que valía como persona y como mujer, a pesar de los arduos obstáculos que tuvo que superar por el hecho de ser mujer.

Cuando se jubiló regresó a vivir a España. Su compañero había muerto unos años antes y ella quiso volver con los suyos. Se instaló en mi ciudad y pudimos recuperar mucho del tiempo perdido por culpa de la lejanía. Mis padres ya no estaban, pero Francisca y Dolores también vivían cerca y volvimos a ser las cuatro hermanas de siempre.

Carmen era llamada muy a menudo de universidades españolas para dar conferencias y a la vez escribía artículos médicos en varios periódicos y revistas. También emprendió una cruzada personal en pro de los derechos y la igualdad de las mujeres, las que durante tantos años nos hemos visto postergadas a un segundo plano de la sociedad, sin libertad para una vida propia y decidida por nosotras mismas. Dio charlas sobre la equiparación salarial a las empleadas de diversas fábricas, escribió artículos sobre el maltrato a la mujer, e incluso fundó una asociación de ayuda femenina.
Mi hermana se lamentó hasta su muerte de tantas desigualdades sociales que aún prevalecen en nuestros días y luchó activamente para combatirlas.

Hoy, 1 de Abril de 2009 la he acompañado hasta su tumba, y he pensado que podría escribir su historia. Tal vez con ella aliente a tantas mujeres como puedan verse actualmente, sometidas por su condición de género. Quiero animarlas a que luchen por sus derechos y mantengan viva la esperanza y el valor para decidir su destino.

Hoy también recordé el ajuar que bordé cada tarde desde que era niña, aquel ajuar que valió la libertad de una mujer.

Adelaida Ortega Ruiz


viernes, 4 de septiembre de 2009

Accésit IV Concurso literario Fundación F. García Amo de Nueva Carteya. 3 de Julio de 2009


Recibiendo premio y diploma de manos de D. Antonio Pérez Oteros, presidente de la fundación.

Gracias a todas aquellas personas, que tras el acto, me mostraron su afecto.


MI CONSUELO ES NO VERTE SUFRIR


Lo vi llegar desde una ventana del segundo piso. Venía en el asiento trasero de un coche que paró en la puerta de la residencia, en la tarde de un domingo del mes de Julio. Enseguida se bajaron los ocupantes de los asientos delanteros: una mujer de mediana edad y el que debía ser su marido, también de unos cuarenta años, el cual abrió la puerta para que saliese el anciano. Era un hombre de unos ochenta años, de cabello blanco aunque abundante para su edad, alto, de aspecto distinguido a pesar de su andar cansado, y con una complexión que conservaba rasgos de haber sido fuerte otrora.

Oí que me llamaban por megafonía. Sin duda querían que me ocupase del nuevo ingreso. Bajé inmediatamente y me dirigí a recepción. Allí me esperaban ya los tres; el matrimonio aguardaba de pie, junto al mostrador, y el señor mayor se había sentado un poco más lejos, en una silla de la entrada. Todos los trámites habían sido formalizados previamente con el director del centro. Sólo restaba firmar y sellar la hoja de ingreso, el cual, según constaba en el documento, tendría una duración indeterminada.

-En principio será sólo para el mes de vacaciones –dijo la señora-. Después pasaremos a recogerlo.
De este modo, el matrimonio se despidió del hombre con un beso en la mejilla y la promesa de venir a despedirse antes de su viaje, dejándolo en mi sola compañía y la de una triste maleta. Ambos miramos como se alejaba el coche hasta que se perdió tras la verja del camino. Entonces observé la ficha y memoricé su nombre. Se llamaba Joaquín.

Acompañé a Joaquín hasta su habitación. Por el camino le fui explicando algunas de las normas y horarios de la residencia, pero me pareció que no me prestaba atención. Intuí que albergaba una profunda tristeza, y me sentí impulsada a intentar animarlo. Yo sólo llevaba tres semanas trabajando allí, pero por mi preparación como auxiliar de geriatría, sabía que no debía tener implicación directa en la vida personal de los residentes y limitarme a una relación estrictamente profesional, pues de lo contrario, sufriría con cada caso que conociera. Por todo ello procuré simplemente ser cariñosa y estuve hablando un poco con él mientras le ayudaba a colocar sus pertenencias, pero me impresionaron sus maneras educadas y la franqueza que transmitía.

Así pasaron varios días en los que cada tarde acudí a su habitación para charlar un rato y hacerle compañía, ya que Joaquín parecía ensimismado, y se negaba a bajar a la sala de estar con los demás residentes.

Poco a poco fue adquiriendo confianza en mí y sus primeros recelos parecieron esfumarse. Me contó que había sido acomodador en un cine de Madrid toda su vida. Se encargaba del mantenimiento de la sala y también de la proyección de las películas, cuyos rollos tenía que cambiar cuando se acababan, pues se dividían en varias partes. Me explicó cómo el negativo tenía pequeñas perforaciones que componían el sonido, y solían romperse en casi cada sesión, quedando la pantalla en blanco y provocando el vocerío y las protestas del público, así que lo arreglaba aplicando acetona con un pincel. Me aseguró que tenía memorizados los diálogos de los clásicos más bellos del cine, los que había visto en decenas de ocasiones, y me los repetía interpretando los gestos de aquellas escenas inolvidables. Yo aplaudía y reía de buena gana.

Narrándome todo aquello, su mirada se tornaba soñadora y daba la impresión de que su tristeza desaparecía por unos momentos.

El viernes por la mañana me pareció más animado; supuse que por la inminencia del fin de semana y la probable visita de su familia. Aquella tarde volví a su cuarto a conversar con él, como había estado haciendo toda la semana, pues ciertamente me agradaba su compañía y sus historias me resultaban entrañables. A aquellas alturas ya no podía discernir si lo seguía visitando para confortarlo o más bien era yo quien encontraba refugio en él. Me gustó verlo tan radiante y creo que su optimismo lo incitó a contarme detalles más personales.

Desde que se casó había vivido en un piso de alquiler, sobre el viejo cine donde trabajó hasta su jubilación, pero ya hacía años que lo habían cerrado. Su dueño era propietario de la totalidad del inmueble, y todos los inquilinos sabían que tarde o temprano tendrían que abandonarlo, pues existía un proyecto para derribarlo y construir un centro comercial.

Joaquín había enviudado hacía seis años, y desde entonces siguió viviendo solo bajo aquel techo, a pesar de la insistencia de su hijo en llevarlo a su casa. Más tarde, inevitablemente tuvo que abandonar el que había sido su hogar durante medio siglo, así que se mudó con su familia. Con ellos estuvo durante algo más de cuatro años, hasta el domingo anterior, cuando llegó a la residencia de ancianos.
Toda su vida trabajó sin descanso. Para él no había vacaciones, pues las proyecciones no cesaban domingos ni festivos, pero todos sus ahorros los había invertido en la educación de su hijo, que resultó ser un estudiante brillantísimo y obtuvo licenciaturas en varias ingenierías y otros tantos master en Estados Unidos e Inglaterra. Él se sentía tan orgulloso de su vástago que no podía imaginar mayor obra que haberlo dado todo para que llegara a lo más alto.

Su nuera trabajaba en un prestigioso bufete de abogados, por lo que él, cuando fue a vivir a su casa, se hizo cargo del cuidado de su pequeño nieto, de dos años de edad, al que recogía de la guardería por las tardes, lo acompañaba al parque y lo vigilaba en casa hasta la llegada de su madre. También tenía otro nieto más mayor, de catorce años, con el que jugaba al ajedrez cada noche y le contaba fabulosas historias que el chico escuchaba absorto.

Mientras me hablaba de sus seres queridos, sus ojos brillaban de emoción. Echaba de menos aquellas partidas de ajedrez con su nieto, las conversaciones con su hijo tras la cena y los juegos del pequeño por la casa, que eran su mayor alegría y su único apego al mundo, pues ya sólo los tenía a ellos.

A la mañana siguiente, cuando pasé por las habitaciones distribuyendo los medicamentos del desayuno, encontré a Joaquín ya afeitado, aseado y vestido. Se había puesto su mejor traje y se veía ilusionado. Me dijo que no sabía a qué hora vendría su familia, pero que como los sábados no solían trabajar ni su hijo ni su nuera, tal vez viniesen temprano. Estaba deseando verlos y sobre todo al pequeñín del que tantas anécdotas me había contado.

Durante el desayuno en el comedor de la planta baja, avisaron de que había una llamada para Joaquín, pero no lo encontré en ninguna mesa, así que fui yo a atender el teléfono. Era la esposa de su hijo. Me dijo que no podrían venir porque habían adelantado sus vacaciones por motivos de trabajo y que se encontraban ya en la playa, de modo que lo verían a su regreso. Se disculpó muy amablemente y me encomendó que le transmitiera a su suegro su cariño y el de toda la familia.
Encontré al anciano sentado en un banco del jardín de la entrada, mirando hacia la verja del camino. Estaba esperando ver entrar el coche de su hijo. Me dolió en el alma tenerle que dar el recado, y más aún verlo levantarse sin decir palabra y marcharse cabizbajo hacia su habitación. Al principio pensé que era mejor dejarlo solo, pero luego lo seguí para consolarlo. Todo lo que intenté fue en vano. Joaquín volvió a sumirse en una tristeza infranqueable.

Durante la siguiente semana seguí visitándolo cada tarde, pero era yo quien le contaba cosas mías mientras él, con la mirada perdida, observaba a través de la ventana, tal vez las sombras del jardín. El pobre hombre no comprendía lo que había pasado, pues tanto su nuera como sus nietos siempre habían demostrado que lo querían muchísimo y lo trataban con enorme cariño; su hijo lo adoraba y era el mejor hijo que un padre pudiera desear. Para Joaquín ellos eran lo que más amaba y la única ilusión en el último tramo de su existencia. Cuando su mujer murió fueron su refugio y la tabla a la que se aferró para seguir viviendo.

En aquellos días, el anciano recibió una llamada de su nieto mayor y otra de su nuera, preguntándole cómo estaba y diciéndole que lo echaban de menos. Le pedían que no se preocupase por nada y le aseguraban que pronto volverían. Cuando me lo contaba, yo no podía evitar pensar que había algo extraño en todo aquello. Joaquín era un hombre entrañable y por lo que yo había podido percibir, sin duda era muy querido por los suyos. Me sorprendía que le hubiesen dado la espalda de aquel modo tan repentino por unas simples vacaciones playeras.

Poco antes de cumplirse la tercera semana de estancia de Joaquín, una mañana, al entrar yo a trabajar a las ocho en punto, encontré a la esposa de su hijo sentada en la sala de espera. Me dirigí hacia ella y rápidamente me reconoció y se levantó a saludarme. Le dije que hasta las nueve no estaban permitidas las visitas, pues aún no se habían servido los desayunos, así que, mientras esperaba, la invité a tomar un café en el bar de la residencia. Tengo que confesar que a pesar de que no era ético inmiscuirme en ciertos asuntos, mi propósito era indagar en aquella situación que me parecía tan misteriosa. No podía dejar de sentirme conmovida por la soledad a la que se había visto abocado el pobre viejo tan bruscamente.
La señora se llamaba Laura y ciertamente me pareció muy educada y cariñosa. Estuvimos comentando sobre Joaquín, del que yo le conté cuanto había observado desde su llegada: le dije sin rodeos que estaba deprimido y que yo temía que su salud se resintiese. Le sugerí que el hecho de no encontrar explicación para un cambio tan repentino en su vida, podría ser la razón de su pena.

Laura me escuchó atentamente y con expresión de sincera aflicción. Me di cuenta de que reprimía sus lágrimas y me atreví a preguntarle si necesitaba ayuda o si había algo de lo que quisiera hablarme. Entonces me contó una historia que nunca podré olvidar, pues me impresionó hondamente.

Cuando la esposa de Joaquín murió, él no derramó una sola lágrima, pero se hundió en una tenaz melancolía. El anciano quiso seguir viviendo en su piso mientras le fuese posible, pues se negaba a abandonar los recuerdos y los rincones que allí había compartido con ella. Unos días después del sepelio les rogó que lo llevaran hasta el cementerio, y allí pidió quedarse a solas junto a la tumba de su mujer. Ellos se alejaron para respetar la intimidad de aquel momento, pero lo oyeron llorar mientras acariciaba la foto de la lápida y le hablaba así a su difunta compañera: “Te echo de menos, Ana. El silencio de nuestra casa me habla de ti a cada instante. Entro a la cocina y espero encontrarte allí, pero ya nunca estás; voy al salón y tu sillón siempre está vacío… me acuesto y esa cama se ha vuelto grande y fría. Lamento haber dejado pasar un solo día de nuestra vida sin decirte cuanto te amo. Ahora me siento solo y triste, pero mi consuelo es que hayas sido tú quien se marchó antes, porque no querría que afrontases sola este dolor que estoy viviendo yo sin ti”.

La quería tanto que se alegraba de que ella no pasara aquel trago tan amargo, y por eso prefería ser él quien sufriera la pérdida y la soledad.

Así fue pasando el tiempo hasta que el anciano fue a vivir con su hijo. Todos estaban encantados y él se sentía feliz con el cariño de todos, pero lamentablemente las cosas cambiaron repentinamente un mes antes de ingresar Joaquín en la residencia.

Carlos hacía días que sufría fuertes dolores de cabeza, por lo que decidió acudir a la clínica de un doctor amigo suyo. La mañana de la cita, durante el desayuno, Joaquín sufrió un desvanecimiento momentáneo y su hijo le pidió que lo acompañase a la clínica a que le hicieran un chequeo a él también, aunque el anciano se negaba aludiendo que sería una simple bajada de tensión y que no tenía importancia, pero después de la mucha insistencia de todos, no tuvo más remedio que acceder.

Dos días más tarde el doctor llamó a casa y citó con urgencia a Laura y a Carlos. El azar había hecho que las pruebas de padre e hijo arrojaran unos resultados inquietantes. Joaquín tenía un tumor en la cabeza que por su situación no presentaba síntomas ni dolor alguno, pero no existía posibilidad de extirparlo, por lo que la muerte le sobrevendría a corto plazo de manera súbita e instantánea, aunque tranquila.

El caso de Carlos era más complejo. Tenía un tumor cerebral que le afectaría en poco tiempo a la facultad de hablar y coordinar los movimientos. Podían intentar una intervención quirúrgica, pero el riesgo de no superarla era muy alto, y si no operaban moriría igualmente en unos meses.

Aquella noticia transformó sus vidas en unos minutos y los obligó a tomar decisiones drásticas y muy difíciles. Carlos quiso tener la misma generosidad que vio en su padre aquel día junto a la tumba, y dispuesto a no hacerlo sufrir más, resolvió mantenerlo al margen de la verdad. “Ningún padre debería ver nunca morir a un hijo”. De esta forma pensó que si lo alejaban de casa le evitarían el dolor, pues prefería que los creyera indolentemente de vacaciones a hacerle saber que ambos iban a morir. Así Joaquín esperaría con ilusión su regreso en aquella residencia y tal vez, si la muerte le llegaba antes que a su hijo, se iría sin esa amargura.

Aquel primer sábado en que llamaron excusándose por no venir, en realidad Carlos estaba en la mesa de operaciones. Si todo salía bien, en unos días fingirían volver de la playa y traerían al abuelo de regreso a casa.

-¿Y qué sucedió? ¿Está bien tu marido? -le pregunté yo algo turbada por la gravedad de la respuesta que esperaba escuchar.

-Sí. Gracias a Dios superó la operación y anoche le dieron el alta médica - me respondió Laura con un gran suspiro de alivio-. Carlos se está recuperando muy bien y los especialistas coinciden en que la intervención ha sido un éxito. No queremos esperar ni un día más para tener a mi suegro en casa. Nuestra mayor aflicción es que haya podido sufrir todos estos días pensando que lo habíamos dejado solo tan insensiblemente.

Entonces lo comprendí. El propósito de todo aquello era ahorrarle sufrimiento en sus últimos días de vida. Ahora ella había venido a recoger a Joaquín y llevarlo a casa.

Abracé a Laura sinceramente conmovida y le dije que aguardara unos momentos más, porque yo misma iría a avisar a su suegro y a ayudarle a preparar el equipaje.
Cuando entré en su cuarto me extrañó que aún estuviese dormido. Él solía ser madrugador y llegaba de los primeros al comedor para el desayuno. Levanté la persiana mientras lo llamaba alegremente, pero no se movió. Entonces me acerqué a la cama para tocarlo y comprobé que estaba muerto. Había fallecido mientras dormía. Seguramente no sufrió, pero murió esperando ver por última vez a sus seres queridos.

Después del funeral decidí empacar sus cosas y enviárselas a su familia. Era lo menos que podía hacer por ellos tras el gran golpe que habían sufrido. Al abrir un cajón encontré una carta dirigida a su hijo. No tenía sobre, por lo que pude leer:

“Querido hijo: Sé que voy a morir. Lo supe antes de aquel chequeo, pues mi desvanecimiento de esa mañana no fue el primero, y yo mismo acudí al hospital a revisarme. No quise que lo supierais porque es irremediable y sólo conseguiría preocuparos los pocos o muchos días que me queden de vida, durante los cuales mi felicidad es saber que he contribuido de alguna manera a que seáis esas buenas personas que conozco y amo. No quiero que os apenéis por mí. He tenido una vida estupenda y he sido muy feliz. Ahora voy a reunirme con tu madre y me voy contento. Durante estos días he estado algo triste porque temo morir antes de que regreséis y no poderos dar el último adiós. Si fuera así, sabed que soy consciente de cuánto me queréis y que hay algo que sin duda os ha impedido tenerme estos días con vosotros. No sé qué pueda ser, pero estoy seguro que lo habéis hecho por mi bien. Estad tranquilos y no os culpéis un solo momento por haber llegado tarde. Me voy satisfecho y en paz. Dadles un beso a esos nietos míos y decidles que el abuelo se marchó pensando en ellos. Os quiero a todos”.

Esta fue una de las muchas historias humanas que viví durante mis veinticinco años en aquella residencia para lo que ahora llaman “la tercera edad”. Jamás pude mantenerme al margen de las personas que conocí, y unas veces me alegré y otras sufrí con ellas, pero siempre aprendí. Ellas me enseñaron lo que es el amor y la generosidad.



Adelaida Ortega Ruiz