En estas fechas la televisión emite películas en las que la bondad siempre recibe su recompensa, o cuentos como el de Navidad de Charles Dickens, donde el viejo avaro y huraño se transforma en generoso bajo el influjo del espíritu navideño.
¿Pero de verdad suceden las cosas así?
En la realidad, por duro que parezca, más veces de las deseadas triunfa la mezquindad y el egoísmo, sin que ningún espíritu mágico se conmueva lo más mínimo. Esto es lo que acabará sucediendo en el cuento que os narro a continuación, por eso lo he titulado…
“El anticuento de Navidad”
Siempre íbamos a casa de mis padres a cenar en Nochebuena, pero el pasado año no pude eludir la invitación de mi suegra.
Llamó la misma mañana del 24, y habló con Marcos, mi marido. Él sujetaba el auricular pegado a su oreja y asentía con la cabeza (inútilmente porque su madre no lo veía) mientras decía sí, sí… ajá, sí, sí, de acuerdo… sí.
Yo, temiéndome lo peor, me planté frente a él con los brazos en jarras, y escuché sus monosílabos con gesto enojado y con una mirada que hablaba por sí sola. Le lanzaba rayos y centellas con esta advertencia luminosa: “¡Como me hagas ir a cenar a casa de tu madre la vamos a tener!”.
Por fin lo escuché decir “De acuerdo, iremos”.
Colgó y me miró un instante antes de comunicarme que su madre quería reunir a toda la familia por algo muy importante. Aquello me sonó a que teníamos que ir sin falta.
A las 8 en punto de la tarde atravesamos el umbral de “doña Ana Purificación García”, mi repelente suegra; éramos los primeros en llegar.
Yo llevaba puesto mi vestido negro de fiesta, el que tenía reservado para fin de año, pero conociendo el estilo de mi repipi cuñada, pensé que si no me lo ponía iba a desentonar, como aquella primera y única Nochebuena que pasé en su casa, tres años atrás, siendo yo aún novia de Marcos, cuando acudí vestida con vaqueros y un suéter de lana, y ellas (madre e hija) iban de tiros largos. Los días sucesivos me mortifiqué pensando en sus más que seguros comentarios sobre lo vulgar que yo parecía. ¡Como si las viera!
Pero volvamos a la última Nochebuena.
Después de las sonrisitas de rigor, le di dos besos al aire que flotaba a un lado y otro de su cara y pasamos al salón.
Ana Pura se sentó en el sofá y me indicó, dando unos golpecitos sobre el asiento, que me colocase a su lado. ¡Hice de tripas corazón!
Marcos ocupó el sillón de al lado, junto a la chimenea.
La mujer comenzó enseguida a hablarnos de sus últimas adquisiciones artísticas: dos cuadros carísimos que había colgado en las ya repletas paredes de la estancia. Yo no pude apreciar la belleza de las pinturas, porque mi vista quedó atrapada irremediablemente en las guirnaldas de espumillón azul y verde con que había decorado sus lujosos marcos. Desde luego no hacían juego con las otras rosa fucsia que adornaban la televisión y los marcos de las puertas. ¡Señor, señor, cuánto dinero y qué mal gusto!
Me autoconvencí de que tendría que tener paciencia, porque seguramente mi suegra se reservaría “eso tan importante” que quería comunicarnos para un momento más estelar. Era su forma ser. Le gustaba hacerse notar… ser siempre el centro de la fiesta, el niño en el bautizo, y si pudiera, hasta el muerto en el entierro.
Una hora después miró su reloj y comentó que Purita (mi cuñada) se estaba retrasando. Yo pensé que mejor así; no me apetecía que me restregara por las narices su inevitable modelito de firma y su peinado de estilista. Odiaba el modo que tenía de mover las manos delante de mi cara para que viera los pesados pedruscos de oro y las piedras preciosas con las que se “entablillaba” los dedos (eran tan enormes que casi no podía articular los nudillos).
¿Y qué decir de sus niños? Esos angelitos estruendosos, aporreando las panderetas y cantando horrendos villancicos sin parar.
Después Ana Pura quiso que Marcos la acompañara a la bodega justo antes de cenar, para elegir el vino (otra nueva costumbre copiada de no sé qué serie de televisión). Yo me quedé allí sola y me dispuse a echar un vistazo más de cerca -ahora sí- a las pinturas. Había obras costosísimas de nuevos pintores famosos, pero la más valiosa era un magnífico Picasso, cuyo precio, al menos para mí, era incalculable.
En realidad mi suegra no apreciaba la belleza de esas obras; lo que le atraía de ellas era poder presumir ante sus glamurosas amistades. ¡Pobre Ana Pura! No sabía que la llamaban “Analfa-Pura” a sus espaldas.
De repente sonó el teléfono y yo no me atreví a cogerlo (no estaba en mi casa y no quería que pareciese que tenía confianza). Me dirigí a toda prisa a la escalera que bajaba a la bodega para avisar de la llamada, y entonces saltó el contestador. Escuché la voz de Carlos, el marido de Purita, dejando un mensaje. Decía que estaban atrapados en Despeñaperrros bajo una tremenda nevada. La guardia civil les impedía circular por no llevar cadenas, así que no sabían a qué hora llegarían. Me hizo gracia cuando dijo con su acento cordobés “¡Que si no llegamo… ir senando ustede tranquilos! Por nosotro no os preocupeis, que ya nos apañaremo como podamo ¿Qué le vamo hasé?”
Un momento después regresaron mi marido y mi suegra con una botella de fino “Alfaraque” de Nueva Carteya para acompañar el primero, y otra de tinto de “Sardón del Duero” para la carne.
Ana Pura, tal vez esperanzada en que la familia de su hija hubiese llegado ya, dibujó la decepción en su rostro. Pasaban ya las nueve y media de la noche y no podíamos seguir retrasando la cena.
Antes de que me diera tiempo a contar lo de la llamada, mi suegra empezó a hablar:
“Bueno, hijos míos, he retrasado el inicio de la cena esperando que llegarais todos, pero veo que no va a ser.
Las dos últimas Nochebuenas os he invitado a cenar –dijo mirando a mi marido, aunque estaba claro que me hablaba a mí también- y siempre habéis declinado por diversas excusas, para mi gran pena.
Este año he querido comprobar si volvería a suceder lo mismo y pensé que si tu hermana o tú faltábais, el que estuviera presente recibiría un regalo único por mi parte.
No es que quiera pagaros vuestra compañía, pues el cariño no tiene precio y a mí me gustaría recibirlo desinteresadamente, pero quiero premiar que no me dejéis de lado una noche como esta. Es muy triste sentir esa soledad y no me gustaría volverlo a experimentar.
Y Ahora vamos a cenar. Más tarde os diré de qué se trata”.
En ese momento mi maquinaria pensante se disparó a toda marcha. ¡Un regalo único y un único regalo para el que asistiera esta noche! Era mi ocasión. Desde luego no sería yo la que disculpara la ausencia de Purita.
Mi suegra nos indicó que pasáramos al comedor y yo, con el pretexto de ir un momento al baño, me quedé rezagada. Entonces me dirigí al contestador y pulsé “borrar mensajes”.
Después cenamos, cantamos un villancico en torno al nacimiento (¡qué ridícula me sentí!) y hasta soporté estoicamente la retransmisión televisiva de la Misa del Gallo del Papa, sentadita junto a la vieja.
Entre tanto aproveché para dejar caer algún comentario como “Luego vendrán con excusas de que han tenido una avería en el coche o algo por el estilo, pero seguro que están tranquilamente en casa, sin tener en cuenta a su pobre madre” (y lo dije con un tono que hasta a mí me dio pena).
Al final de la noche obtuve mi merecida recompensa por aguantar a la cacatúa, y salí con un paquete bajo el brazo. Lo primero que hice el día 26 (el 25 era fiesta y no pude) fue buscar un comprador para el Picasso que mi suegra nos regaló.
A mí lo del espíritu navideño me deja inalterable. Odio la Navidad y aborrezco a mi suegra. No obstante, se aproxima de nuevo la Nochebuena y este año me llevo hasta la zambomba si hace falta, no sea que Analfa-Pura le regale a mi cuñada el Monnet que adquirió el mes pasado en una subasta. Para mí o para nadie.
Adelaida Ortega Ruiz.