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viernes, 29 de enero de 2010

Me falta tiempo.

Las horas se pasan rápidas; no alcanzo a aprovecharlas todas.

El sueño se ha convertido en un deber que cumplir, más que en un descanso, y lo recorto cuanto mi cuerpo me permite.

Me encuentro imbuida en un torbellino de sensaciones, a veces contradictorias. Mis manos actúan y mi mente piensa sin tregua, no siempre en lo que hacen mis manos.

Mientras atiendo en la librería, mientras limpio en casa, mientras como, mientras me ducho…busco la palabra exacta… la inspiración para el poema o el corazón del siguiente párrafo.

Sigue sin alcanzarme el tiempo ¿O soy yo quien no lo alcanza a él?

La pantalla de mi ordenador me espera con el cursor tintineante.

A veces me siento culpable por no llegar a todo.


Pero me gusta lo que estoy haciendo. Disfruto cada momento que le dedico a escribir, aunque pase muchos minutos ante la página en blanco.

Sin embargo echo de menos leer. Mis libros se preguntan qué fue de las manos que los tocaban y de los ojos que los escrutaban renglón a renglón. Ahora sólo les limpio el polvo y los devuelvo al estante.


También yo me pregunto en los últimos días qué tema tratará hoy el amigo Tellagorri en su blog; sobre qué hablará Leona; qué habrá escrito la profe Ana y la otra Ana, que no es profe; Elena, Encarni, Emilio, Paco, Mamé, Ruth, Javier Pol, José Antonio Bejarano, Tony, Mari Carmen, Mardelibertad, Adriana, Capitán, mi tocaya Adelaida, Emibel, Ma, Natalia, Máximo, María José…  Y un largo etcétera de amigos a los que me gusta visitar, y que ahora, a mi pesar, no estoy leyendo.
Quiero que sepáis que os echo de menos. Un día os conté que tenía dos compromisos muy importantes para el mes de Marzo. En ellos estoy centrada con mis cinco sentidos, y espero con ansia el momento en que pueda retomar mi blog y los vuestros con tranquilidad.

Disculpadme pues que no pase por vuestra casa. No es descortesía, es que ME FALTA TIEMPO.


Un cariñoso abrazo a todos. Hasta pronto.


Adelaida.

lunes, 18 de enero de 2010

Nací en el año 3... ¡y que digan los papeles lo que quieran!


Mi abuela nació a principios del siglo pasado, “en el año 3”, como ella solía decir… Y siempre hacía mucho hincapié en ello, pues a efectos burocráticos su fecha de nacimiento era el 25 de Junio de 1905.
Yo le pregunté una vez por qué su carnet de identidad ponía esa fecha si la verdadera era 1903, y mi abuela me contestó que no lo sabía, pero que su madre siempre le había dicho que ella nació “en el año 3”.

-¿Y por qué no lo rectificaste, abuela?
-¡Niña… y a mí, qué más me da! Yo nací en el año 3 y ese papel que diga lo que quiera.

Estas historias eran muy corrientes en tiempos en los que a los datos de una persona no se le daba apenas importancia. Lo realmente importante era vivir.
A veces nacían los niños y tardaban semanas o meses en registrarlos, aunque sí que los bautizaban rápidamente, por lo que sus datos constaban antes en el libro de bautismos de la parroquia que en el propio registro civil.

Que una persona quedara sin constancia de estar viva, era tan fácil como que se extraviara o ardiera un papel. Sin embargo a la gente no parecía preocuparle tanto este tipo de cosas como ahora. Eran otros tiempos… otra forma de vida.

He conocido casos sorprendentes, como que en una misma familia una hija se llame Josefina, otra Fefa, un hijo José, otro Frasquito y otra Paca (cinco hermanos hijos del mismo matrimonio, que con dos nombres los bautizaron a todos), y no crean ustedes que en aquellos tiempos se podían registrar los diminutivos, no; entonces había que ser “fieles al santoral”, por lo que en el registro, el nombre de dos de las hermanas constaba como “Josefina”, seguido de idénticos apellidos. Al menos los dos últimos hijos aparecían registrados como Francisco y Francisca.

Hace pocos días murió en mi pueblo un hombre al que todos conocíamos como Dionisio. El día de su entierro me enteré por su nuera que el verdadero nombre del difunto era Manuel.
Me quedé extrañadísima, y le pregunté a la mujer el motivo de haberle llamado Dionisio durante toda su vida. Entonces me contó una historia muy curiosa:
Resulta que siendo un mozalbete, murió su hermano, que era un año menor que él. Éste hermano muerto se llamaba Dionisio, pero en el juzgado, al realizar el acta de defunción, se equivocaron y pusieron que el muerto era Manuel, el hermano mayor.
Así pasó el tiempo, y Manuel, que en realidad estaba vivo, no fue llamado al servicio militar, pues estaba muerto en los papeles. Un año después llamaron a filas a Dionisio (enterrado, pero vivo a efectos legales), y fue entonces cuando la familia indagó y advirtió el error.
Sin embargo fue más fácil asumir una nueva identidad que corregir un error burocrático.
De este modo Manuel hizo el servicio militar como Dionisio, se casó como Dionisio, constaba en el DNI como Dionisio, tuvo un hijo al que llamó Dionisio... y todo el pueblo lo conocimos como Dionisio, porque incluso en las esquelas mortuorias escribieron Dionisio en lugar de Manuel.
-Es que si ponemos Manuel, nadie lo iba a conocer- me dijo la nuera de "Dionisio".

Adelaida Ortega Ruiz.

sábado, 9 de enero de 2010

Anécdotas de Nueva Carteya X. "El pulpo".

Asomada a mi ventana, veo pasar coches sin tregua.

Mi pueblo tiene 6.000 habitantes, pocos más que tenía hace 40 años, pero entonces apenas transitaban vehículos por la carretera.


Recuerdo que siendo yo pequeña, los niños podíamos jugar tranquilamente en el centro de la calzada, y si por casualidad venía algún coche, nos apartábamos un momento, y luego seguíamos sin ningún temor, porque a buen seguro transcurriría otra media hora antes de que pasara el siguiente.


Ahora en todas las casas hay uno o varios coches, por lo que a los más jóvenes les cuesta imaginar lo que estoy contando, pero es completamente cierto, y de hecho, era una costumbre muy corriente, sobre todo en mi calle, que las pandillas y las parejas de novios pasearan de arriba abajo, a todo lo largo de la carretera que hay junto al Paseo Don Diego Carro.

EL PULPO.

Algo antes de nacer yo, mi padre y mis tíos disponían del uso compartido de uno de aquellos Seat 600, ahora clásicos, pero por aquel entonces una auténtica novedad.


Fue poco después de estrenarlo, que mi abuelo quiso transportar una serie de herramientas voluminosas hasta el cortijo, y mi padre se ofreció a llevarlas en el flamante auto.


Mi abuelo se mostró incrédulo, pues no veía la manera de cargarlo todo en el reducido maletero del 600.


-No te preocupes –dijo mi padre-, que esto lo atamos con “el pulpo” en la baca del coche.


-¿El pulpo?



-Sí, claro… el pulpo elástico –añadió mi padre al tiempo que le mostraba el “artefacto” en cuestión.


Una vez bien asegurada la carga, subieron al coche y partieron hacia su destino.


Había por aquel tiempo un muchacho trabajando en el cortijo, que al oír el ruido del coche, salió a recibirlos.


Enseguida bajaron y mi abuelo le dijo al jovenzuelo…


-Niño, desata “el cangrejo”, que vamos a descargar.


-¿Qué cangrejo?- preguntó el chico con extrañeza.


- Esas cuerdas de goma que hay en la baca.


Seguidamente procedieron a bajar los bultos, dejando “el pulpo” a un lado, sobre el suelo.


Terminado el trabajo, se despidieron y subieron de nuevo al 600.


El muchacho, que se había quedado en la puerta mirándolos partir, apenas se hubo alejado el coche por el camino, empezó a gritar…


-¡FERNANDO, FERNANDO, QUE SE DEJA USTED EL CARAJO!




El otro día me dijo mi padre “niña ¿por qué no cuentas lo del pulpo en tu blog?” Y acto seguido empezó a reirse por enésima vez recordando la anécdota.

Adelaida Ortega Ruiz.

sábado, 2 de enero de 2010

Como don Juan de Borbón, hijos de reyes y padres de reyes, pero nunca reyes.


Nací en 1966. Pertenezco a aquella generación de niños que se ponían de pie cuando entraba el profesor, que levantaban la mano para hablar, que usaban el usted y el “don” o “doña”, que cedían el paso y el asiento, y que respetaban a los mayores por mera atención a su edad.


Hicimos pocas preguntas complicadas, porque no esperábamos mejor respuesta que “porque sí” o “porque no”, según el caso.


No cuestionábamos las órdenes de nuestros padres ni profesores, sino que las obedecíamos “porque así eran las cosas”.


No contestábamos si nos regañaban y jamás, jamás se nos habría ocurrido mandar a la mierda a nuestra madre.


Nos enviaban  a la cama si aparecían dos rombos en la pantalla, buscábamos a hurtadillas palabras prohibidas en el diccionario y sonreíamos tímidamente cuando al fin llegaba la esperada lección nº 5 de naturales: “El aparato reproductor humano” (al final era una pura decepción, porque las explicaciones del profesor eran demasiado superfluas y las ilustraciones anatómicas del libro demasiado “internas”).


Se ocuparon de educarnos bien, pero sin explicarnos los porqués.


Apenas tuvimos voz ni voto en nuestro hábitat infantil y algunas veces resultábamos casi invisibles para los adultos. Al fin y al cabo… sólo éramos niños…


Y con un poco de aquí y otro poco de allá fuimos madurando, y sin apenas darnos cuenta, nos llegó a nosotros el turno de ser los adultos.


Ahora tenemos que formar a nuestros hijos y no podemos usar aquellos patrones que usaron con nosotros; no son pedagógicamente correctos, por lo que hemos puesto en práctica una guía de educación totalmente experimental, en la que asumimos un papel amorfo de padres-colegas-amigos.


Los pedagogos y educadores tienen teorías para todo:
- Lo principal: Jamás y bajo ningún concepto darle una cachetada a un niño.
- Cómo comportarse cuando el niño no come.
- Qué hacer para que el niño duerma bien.
- Qué juegos didácticos elegir.
- Ayudarle para que aprenda a estudiar.
- Enseñarle a “trabajar en equipo”.
- Contestar con claridad meridiana y razonada todas y cada una de sus preguntas (Yo me esforcé en ello desde que mis hijas tenían 2 años, pero a esa edad había veces que la cosa se ponía redonda).
- Etc. Etc. Etc.


Lo estamos intentando. De veras que lo intentamos con todas nuestras fuerzas, pero… ¿los resultados son buenos?


Yo observo en general poca educación, menor respeto, olvido absoluto de las obligaciones y constante enarbolamiento de “los derechos” como única bandera de su existencia.



Anoche vi una película que me hizo pensar en todo esto. Las protagonistas eran unas adolescentes de 16 años que tenían relaciones sexuales con parejas esporádicas, conocidas y consentidas por sus padres como lo más natural del mundo.
Hablaban a sus progenitores de un modo repulsivo. Los menospreciaban, los presionaban, les exigían, los insultaban, los mandaban a la mierda, no les daban explicación de su comportamiento, los desobedecían y los trataban poco mejor que a “monigotes pintanada”… pero los padres allí… aguantando el chaparrón e intentando hacer bien su papel de colega-amigo; la parte “padre” ya había perdido el sentido para todos, excepto en el momento en que las niñas necesitaban algo… entonces sí decían papá y mamá, y una vez solucionado el problema… ningún agradecimiento, ningún cambio de actitud.
En el instituto, los profesores eran para ellas enemigos que sólo pretendían fastidiar con estúpidas enseñanzas, y a los que tenían amenazados y atemorizados entre todos los alumnos. Para colmo los padres defendían las sinrazones de sus hijos hasta sus últimas consecuencias.


La película era un reflejo algo exagerado de la sociedad actual, pero reflejo al fin y al cabo. Y lo más curioso… estaba enfocada desde el punto de vista de las chicas, por lo que sus vituperados padres eran tratados en la historia como personajes molestos.


En definitiva, creo que nuestra generación no ha tenido demasiada suerte. Nos tocó vivir una infancia en segundo plano, tras nuestros mayores, y una paternidad en la que continuamos cediendo el primer plano a nuestros hijos. De niños nuestra opinión contaba poco y de adultos seguimos subyugados por criterios impuestos.


Nos enseñaron a respetar sin más, pero ahora, cuando tendríamos nosotros que ser “los respetados”, no siempre lo conseguimos, a pesar de tanto esfuerzo pedagógico y tanta entrega y amor colosal a nuestros hijos.


¿Debería haber un término medio? Yo creo que sí. A nosotros nos faltaron cosas, pero a nuestros hijos tal vez le sobren en exceso.

Adelaida Ortega Ruiz.