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martes, 22 de febrero de 2011

El coche fantasma


Anselmo era un cincuentón chapado a la antigua. Nació en un pequeño pueblo andaluz y permaneció al amparo de sus padres hasta que ambos fallecieron, dejándole en herencia la vivienda familiar y varias fanegas de buen olivar, aunque algo alejado del pueblo.

Cada día iba caminando a su finca y él mismo hacía todas las faenas a mano. Procuraba gastar lo mínimo en maquinaria y peones, y hasta de coche carecía, pues decía que andar era sano y sobre todo económico.














Una tarde de invierno, estando en su tierra, el cielo se oscureció súbitamente y empezó a llover de forma torrencial.

Normalmente, regresaba al pueblo atajando por veredas, entre los olivos, pero esa tarde pensó que, lloviendo de aquella manera, mejor sería salir hasta la carretera a pedir auxilio.










Caminó un buen rato por el arcén hasta que la noche cayó por completo.  El agua lo había calado hasta los huesos  cuando la lluvia, por fin, amainó un poco, dando paso a una espesísima niebla.

Anselmo no paraba de mirar atrás, esperando que apareciera algún coche que lo llevara hasta el pueblo.

De repente unos faros se hicieron visibles en la lejanía y él se dispuso a hacer señales con su pequeña linterna, que por suerte llevaba en el bolsillo.

Los minutos pasaban y Anselmo, extrañado, advirtió que aquel vehículo tardaba más de lo normal. Los faros avanzaban tan lentamente que a veces parecían estar inmóviles en la carretera.

Esperó y esperó hasta que por fin el coche
llegó a su lado y paró en medio de aquella oscura y lluviosa noche de invierno.











Sin más preámbulos, el campesino abrió la puerta trasera y subió de un salto, momento en que el automóvil reinició su lento avance.

Cuál no sería su sorpresa cuando observó que allí dentro no había absolutamente nadie. Nadie lo conducía, pero el coche se movía.











El pobre hombre quedó paralizado  por la impresión y hundió su cuerpo, empequeñecido por el terror, en el asiento trasero, incapaz de gritar siquiera. 

Un momento después, vio con estupor cómo una mano mojada entraba por la ventanilla abierta del conductor y giraba levemente el volante. Después de tomar la curva, la misteriosa mano desapareció por donde había venido,  perdiéndose de nuevo en la cerrada oscuridad de la noche.

Anselmo no daba crédito a lo que sucedía. Planeó  saltar del vehículo, pero sus músculos no respondían; tal era el estado de pánico en el que se hallaba. Además pensó que aquel ser, tal vez de ultratumba, estaría oculto en la negrura del exterior…

Fue entonces cuando una cabeza que chorrreaba agua asomó por la ventanilla y le gritó: “¡Oye, tú! Ahí se tiene que ir bien, pero ¿por qué no sales y empujas un rato como los demás?”

Adelaida Ortega Ruiz

viernes, 18 de febrero de 2011

La fantástica historia de Juanillo, el que susurraba a las hojas de los olivos. (3ª y última parte)

-Tan sólo queda otra parte sana de mí en alguna de estas colinas que rodean el pueblo- dijo el árbol-. Debes encontrar ese olivo antes de que sea demasiado tarde, e injertar con él la corteza de alguno de estos que me rodean. Al cabo de un tiempo, cuando haya brotado, podrás replantarlo cuantas veces desees. Yo me secaré pronto, pero seguiré viviendo en todos aquellos que lleven mi savia.

-¿Y mi hijo? –quiso saber Juan.

-El próximo invierno, cuando llegue la cosecha, debes recoger hasta la última aceituna del olivo injertado, y molerlas a parte de las demás. Alimenta a tu hijo cada día con el aceite resultante. Cuando lo haya consumido por completo, el niño sanará.


-¿Pero cómo encontraré esa parte de ti entre este mar de olivos?


-Búscalo. Debes injertarlo antes de que acabe la primavera, pero hazlo solo y a nadie le cuentes lo que hoy has escuchado.


El campesino se marchó a casa cautivo de aquella insólita vivencia que el destino le había deparado. Su mente flotaba inmersa en un océano de pensamientos, sensaciones y dudas que lo superaban, pero que le habían abierto una puerta donde antes no quedaba esperanza.


Sentía un impulso casi irresistible de contárselo todo a su mujer, pues además de la necesidad de compartir su extraordinaria experiencia, deseaba sobremanera aliviar la aflicción de ella por la enfermedad de su hijo, y entregarle un trozo de esta nueva ilusión que a él henchía cual regalo divino. Pero no debía hacerlo; ese era el principal requisito.


A duras penas podía refrenar su impaciencia por salir en busca del olivo maravilloso. Se pondría manos a la obra aquella misma tarde.


Curiosamente aquel día miró a su hijo con una alegría incluso mayor que el día en que nació.


En cuanto comió salió de casa y se dirigió al primer cerro. Se detuvo un instante en la orilla de la carretera, antes de pisar la tierra roja que servía de lecho a todos aquellos olivos. Ahora los miraba con ojos distintos. Ante él esperaban como soldados vestidos de verde, en perfecta formación, miles de largas hileras de inmóviles criaturas, entre las que debía encontrar a una sola capaz de obrar el mayor milagro que podía imaginar. No sería fácil, pero invertiría hasta su último aliento para lograrlo.


Se acercó al primer árbol y le susurró rozándole las hojas con sus labios: “¿Eres tú el olivo milenario?”


Esperó unos segundos y nada, así que caminó hasta el siguiente olivo y repitió la pregunta. ¡Nada!


Continuó hasta caer la noche. Estaba exhausto, pero no iba a desanimarse. “Mañana sería otro día”.


A la mañana siguiente, en cuanto salió el sol, se levantó de la cama dando un brinco y le dijo a su esposa que tal vez no regresara a comer, pues tenía trabajo que hacer en el campo. Ella se extrañó mucho, ya que era Domingo y solía tomárselo de descanso, pero le preparó un almuerzo ligero y le dio un beso de despedida.


Juan reemprendió su búsqueda en el mismo punto en que la dejó. Una y otra vez iba susurrando las mismas palabras a cada olivo, pero nunca recibía respuesta. Caminó y caminó sobre los terrones hasta extenuarse, y de nuevo volvió a casa al caer la noche.


Fueron pasando las semanas y el campesino no quería pensar siquiera en la posibilidad de darse por vencido, aunque el pesimismo comenzaba a anidar en él.


En varias ocasiones se cruzó con los dueños de las fincas que pisaba, que lo saludaban sorprendidos y le consultaban el motivo de su presencia allí. Él contaba alguna excusa poco convincente, y se despedía presuroso, más preocupado de sus propias pesquisas que de lo plausible del pretexto. Pero a veces el propietario, receloso, no cejaba en el intento de indagar.


Poco a poco comenzaron los comentarios en el pueblo, un municipio pequeño donde todos se conocían y todo era sabido y cotilleado. Decían que Juan se había vuelto loco y que andaba por los campos hablando con los olivos. Se chismorreaba en los bares, en la plaza y en el mercado. Las mujeres cuchicheaban que ya no iba a trabajar y que había perdido la cordura.


El hombre era objeto de rudas burlas, que progresivamente fueron aumentando su vileza. Tardaron poco en apodarlo “Juanillo el loco”. Los chiquillos por la calle, le preguntaban a voces y entre risas “qué se contaban los olivos”.


La pobre esposa de “Juanillo” se consumía de pura tristeza, incapaz de afrontar la desgracia de su hijo y la aparente enajenación de su marido, que se marchaba a diario al amanecer y volvía entrada la noche, negándose siempre a darle explicaciones.


A pesar de todo, Juan no sucumbió y se aferró a aquella esperanza más allá del límite de sus fuerzas.


Pasó la primavera, el verano… y a mediados de otoño el hijo de Juan cumplió catorce años. Su padre se empeñó en regalarle una bicicleta de montaña, a pesar de la amargura de su madre, que lloraba pensando que jamás podría usarla, pues ya hacía varios meses que vivía postrado en cama.

Una vez más el comportamiento de Juan fue interpretado como un desvarío. La gente no dejaba de murmurar, pues aunque “el loco” había dejado de andar por olivares ajenos, ahora rumoreaban que se pasaba el día en su tierra sin separarse del mismo olivo, cuidándolo sin cesar como si de un niño se tratare, mientras en su casa, su propio hijo agonizaba desahuciado por los médicos.


Algunos años después, aquel niño enfermo, inexplicablemente para todos, se convirtió en un hombre fuerte y sano, en el que según contaban se había obrado un milagro fabuloso, que lo salvó de la muerte sin más medicamentos que el aceite de oliva que su padre, empecinado, le hizo comer mañana, tarde y noche durante días.

En cuanto a Juanillo… siguió siendo para todos “el loco que susurraba a las hojas de los olivos”, pero eso a él nunca le importó.

jueves, 10 de febrero de 2011

La fantástica historia de Juanillo, el que susurraba a las hojas de los olivos (2ª Parte)

El viejo olivo le explicó que le hablaba a través del viento que agitaba sus hojas, articulando así las palabras que llegaban a sus oídos, pero que sólo aquellos que le habían hablado alguna vez, habían obtenido respuesta. De esta forma comenzó a narrarle una magnífica e increíble historia...




La savia que recorría sus ramas era más antigua aún que el cultivo del olivo por el hombre. Se remontaba al año 6.000 antes de Cristo, cuando nació de forma silvestre a orillas del río Tigris, en Mesopotamia.


Contempló el paso del tiempo y la evolución humana, hasta que siendo ya un olivo milenario sobre el que se había forjado una leyenda en el lugar, fue arrancado por unos agricultores que se lo disputaban, ya que se hallaba en un punto colindante entre dos propiedades distintas. Así se repartieron sus dos patas, y las trasplantaron a sus respectivas tierras.


Fueron pasando los años y los siglos, y siendo siempre los árboles de su estirpe tan fértiles y generosos en frutos, eran trasplantados o injertados por las sucesivas generaciones de agricultores, para conservarlos vivos.


Juan escuchaba atónito, mientras el sol se iba elevando en el cielo. Miró instintivamente su corta sombra proyectada en la tierra, y pensó que debía ser casi mediodía. Comenzó a sentir calor, por lo que con un poco de cautela todavía, se acercó hasta el olivo para refugiarse en su frescor. Se sentó bajo sus ramas y se dispuso a seguir escuchando el relato.


Hacia el año 712, cuando los musulmanes habían ocupado la Península Ibérica, algunas plantas hijas del olivo legendario fueron traídas por un árabe para cultivarlas en España. Era asombrosa la facilidad con la que se enraizaban y crecían, y más llamativa aún la copiosa cantidad de aceitunas que en ellos germinaba.


Durante miles de años el espíritu de la planta se había reencarnado clonándose en cada nuevo hijo vegetal y, a lo largo de su historia, el olivo fue transmitiendo su sabiduría y sus dones a tantas personas como hablaron con él. De este modo, esas personas fueron renovando la vida del vetusto ser y jamás permitieron que muriese de viejo. Sin embargo, él no podía comunicarse con ningún hombre sin ser previamente interpelado por éste de forma espontánea, y siempre bajo la condición de no revelar sus secretos.


Después, en todo el Mundo, se sucedieron durante siglos invasiones, guerras, reconquistas y más guerras, y esto propició que los cultivos se desatendieran por largos periodos y que muchos de los olivos muriesen, y con ellos parte de su espíritu sin par.


El campesino seguía la narración absorto en cada detalle, pero llegado este punto, empezó a preguntarse cuales serían esos dones que poseía y de qué modo podría él ayudar al olivo y a su propio hijo. Ya no dudaba de que todo cuanto oía era cierto.


-¿Qué pasó después? –urgió el campesino.


-Tu abuelo fue el último hombre que habló conmigo, y cuando murió, tu padre pasó a ser dueño de esta tierra, pero ya estaba mediado el siglo XX y el trabajo del campo cambió mucho. Lo artesanal fue sustituido o modernizado, y los campesinos usaban máquinas que hacían mucho ruido. Las labores manuales se redujeron al mínimo, lo mismo que el tiempo en ellas invertido. Todo eran prisas y artificios para sacar el máximo rendimiento económico a los cultivos –continuó diciendo el olivo-, y tu padre jamás sintió tentación de hablarme.


-¿Mi padre no te habló nunca?


-No. Tu abuelo lo trajo muchas veces a mi lado desde que era un niño, pero yo esperé vanamente. Ahora, por fortuna, mi espera ha concluido.


-¿Y qué debo hacer yo? –preguntó Juan consciente de la responsabilidad que había adquirido y de la extraordinaria oportunidad que se le otorgaba.


-Me estoy muriendo –resonó de nuevo aquella voz, ahora con profunda tristeza-. Puedo sentir cómo mi ser poco a poco se extingue con cada olivo que se seca sin replantar. Estoy enfermo y me queda muy poco tiempo de vida. Desde el principio de la humanidad, he aprendido cuanto los hombres me han enseñado y he enseñado a cuantos me han oído. Soy el más antiguo testigo del mundo. Ahora tú eres mi única esperanza.


-Haré lo que desees, si está en mi mano, pero dime cómo debo hacerlo y cuéntame cómo podría ayudar también a mi hijo –quiso saber el campesino, que de repente se sentía ilusionado.


Entonces el árbol le explicó cómo su abuelo murió repentinamente justo antes de replantarlo. El anciano había cortado unos brotes de su tronco y los dispuso para el día siguiente, pero nunca volvió. Las ramitas cortadas se secaron depositadas en el suelo, junto a su tronco. Tiempo después el padre de Juan comenzó a labrar aquel terreno del que ya era dueño, y el olivo continuó esperando cada vez más afligido.


-Tan sólo queda otra parte sana de mí en alguna de estas colinas que rodean el pueblo- dijo el árbol-. Debes encontrar ese olivo antes de que sea demasiado tarde, e injertar con él la corteza de alguno de estos que me rodean. Al cabo de un tiempo, cuando haya brotado, podrás replantarlo cuantas veces desees. Yo me secaré pronto, pero seguiré viviendo en todos aquellos que lleven mi savia.


-¿Y mi hijo? –quiso saber Juan.

-El próximo invierno, cuando llegue la cosecha...


Continuará...

Adelaida Ortega Ruiz.

sábado, 5 de febrero de 2011

La fantástica historia de Juanillo, el que susurraba a las hojas de los olivos.

La primavera venía abriéndose camino con los primeros días del Marzo cordobés. Juan se sentó a descansar a la sombra de un viejo olivo. Sacó su fiambrera, su navaja y su botella de agua, y lentamente empezó a comer sin otra compañía que el silencio del campo, sólo roto por el zumbido de algunos insectos que, espabilados por el incipiente sol, revoloteaban por doquier.

Hacía días que había concluido la recolección de aceituna, y ahora se dedicaba a talar y quemar el ramón de su pequeño olivar, enclavado en una de las siete colinas que rodeaban el pueblo.


Miraba al frente ensimismado, mientras comía mecánicamente imbuido en sus pensamientos. Nunca antes se había sentido tan apesadumbrado por las preocupaciones.


De repente miró hacia arriba y observó las verdes ramas sobre su cabeza. Se fijó en que por algunas zonas se tornaban amarillentas. Una brisa suave movía levemente las hojas y la luz se filtraba entre ellas.


Muchas veces, al contemplarse a sí mismo en medio de la naturaleza, había sido consciente de la grandiosidad y la armonía del Universo, y se había sentido partícipe de ella como un elemento feliz que formaba parte de la cadena de la vida. Sin embargo, ese día se sentía abandonado por todo aquel conjunto indolente que anochecía y volvía a amanecer de forma consecutiva e imperturbable, ajeno a sus problemas personales. Su vida se desmoronaba, pero el mundo seguía girando sin percatarse de nada.


Su único y querido hijo estaba enfermo y languidecía poco a poco sin que ningún médico le hubiese diagnosticado el mal exacto que padecía. Lo habían visto distintos especialistas que le habían hecho un sinfín de pruebas infructuosas. Su mujer y él lloraban viéndolo debilitarse y se desesperaban por no hallar la forma de ayudarlo. Siempre fue un niño alegre y sano, que nació tras muchos años de matrimonio cuando ya creían que no tendrían descendencia. El otoño anterior había cumplido trece años y poco después empezaron los primeros síntomas de cansancio y decaimiento. Durante el invierno había perdido mucho peso y ya hasta le faltaban fuerzas para caminar. Temían que no viviese más allá del próximo invierno.


Súbitamente experimentó un arrebato de dolor e ira largamente contenida.


-¡Dichoso tú que vives sin sufrimiento! -Le gritó al olivo que lo guarecía del sol-. A ti nada te importa ni te lastima.


-Dichoso tú que tienes ojos para llorar y boca para lamentarte - resonó un eco que el viento introdujo en sus oídos.


Juan miró a su alrededor, pero no vio a nadie.


-¿Quién anda ahí? – preguntó poniéndose de pie alarmado.


Nadie le contestó.


-¿Quién me ha hablado? –inquirió.


-He sido yo -repitió aquella voz que le traía la brisa-. Llevaba mucho tiempo esperando que hablases conmigo. Hoy por fin lo has hecho.


El hombre, sorprendido, miraba a los lados y tras de sí. Se agachaba y oteaba la lejanía por debajo de las ramas de los olivos, pero no divisaba a persona alguna.


-¿Quién eres tú y dónde estás?


-Estoy aquí, a tu lado, y os he visto crecer, a ti y a tu padre. Te he estado esperando pacientemente, pero ya no me queda mucho tiempo, igual que a tu hijo. Tú puedes ayudarnos a los dos.


Juan, desconcertado, no daba crédito a lo que oía.


-¡Pero tú eres un árbol! -replicó mientras miraba de nuevo a su alrededor, para cerciorarse de no ser víctima de una broma -. ¿Cómo puedes hablarme?


El viejo olivo le explicó que le hablaba a través del viento que agitaba sus hojas, articulando así las palabras que llegaban a sus oídos, pero que sólo aquellos que le habían hablado alguna vez, habían obtenido respuesta. De esta forma comenzó a narrarle una magnífica e increíble historia...


...Que os contaré en la siguiente entrada...