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domingo, 31 de octubre de 2010

Día Internacional de la Mujer Maltratada. "En el mar de las perdices" (3ª Parte)



Así fue como empezamos la vida en nuestro nuevo hogar. Yo dejaba cada mañana a la pequeña Marta con su abuela para marcharme a trabajar. La recogía a las 5,30 de la tarde y la llevaba a casa. Guillermo, por el contrario, concluía su jornada a las 3 de la tarde y llegaba al piso vacío. Comía lo que yo había dejado en el frigorífico la noche anterior y se echaba la siesta. Después se vestía y se marchaba al bar de la esquina. Los proyectos de reducir gastos se le fueron olvidando, o tal vez pensara que el recorte consistía en salir él solo.
          Una tarde en que llegué muy cansada, encontré como siempre la cocina sin recoger, la cama deshecha y el baño sucio. Mi marido no estaba y me puse de inmediato a limpiar. Además tenía que darle la merienda a Marta, salir al super a hacer la compra y preparar la cena de esa noche y la comida de Guillermo para el día siguiente. Cada jornada seguía la misma rutina: Me pasaba las mañanas limpiando en el trabajo y las tardes con las labores de la casa. Procuraba economizar para llegar a fin de mes y me decía a mí misma que ya que mi marido era incapaz de ahorrar, tendría que hacerlo yo, si no quería que todo se fuera a pique.
          Pero aquella tarde algo se rebeló en mi interior. Estaba harta de cargar sola con el peso de todo, de ser siempre la que llevaba a la niña al pediatra, de no salir nunca para guardar el dinero de la mensualidad, de no concederme ningún capricho, de no tener un momento de ocio para mí, de no poderme relajar jamás… Estaba cansada de estar siempre cansada… Todo sería distinto si mi marido compartiera trabajo y  responsabilidades.
          Había oído en la radio que la comunicación en la pareja era fundamental. También me había comentado una compañera de trabajo que su marido la ayudaba mucho, porque cuando ella llegaba a casa él ya había recogido el tendedero, pasado la mopa y además les había dado la merienda a los niños y estaba sentado ayudándolos con sus deberes.
Si había hombres así, podría intentar que Guillermo fuera uno de ellos. Tal vez si hablaba con él y le explicaba mis sentimientos me comprendería y colaboraría en las obligaciones familiares. ¡Sí, eso haría en cuanto él llegara a casa!  
          Eran las 10 de la noche y Guillermo no había regresado. Acosté a la pequeña y caí en la cuenta de que su padre llevaba varios días sin verla despierta. Eso también se lo diría, porque se estaba perdiendo ver crecer a su hija.
          Después recogí la mesa y lavé los platos, pero dejé puesto el mantel y un cubierto. Tendría que calentar la comida de nuevo cuando él llegara; ya se había enfriado.
Empecé a dar vueltas por el piso buscando algo más que hacer, pues sabía que si me sentaba me quedaría dormida de inmediato, y no quería dejar de hablar con mi marido. Pasó una hora más, y a medida que transcurrían los minutos mi enojo se iba incrementando: “¿Dónde andará Guillermo? -pensé- ¿No recuerda que tiene una casa y una familia?... Y encima estará gastando el dinero que tanto necesitamos. Las cosas no pueden seguir así, porque sólo nos vemos a la hora de dormir y apenas tenemos tiempo de contarnos nada, ni de charlar… Esto no es lo que yo esperaba de nuestra vida en común. Estoy sola para todo. Necesito que se ocupe de algunas tareas domésticas en lugar de marcharse cada día dejándolo todo sucio. Es injusto que se comporte así. ¿EN QUÉ PAPEL ESTÁ FIRMADO QUE YO SEA LA ÚNICA OBLIGADA A LIMPIAR Y A GUISAR? ¡EN NINGUNO!”
          En estos pensamientos andaba cuando Guillermo abrió la puerta de casa. Yo tenía el gesto serio y él me lo notó enseguida.
          - ¡Uy, uyyy no me sermonees, que te veo venir! -fueron las primeras palabras de Guillermo-. Si piensas comenzar con “tus gruñidos”, mejor lo dejas, que vengo muy cansado y voy a cenar y a acostarme.
          Aquel no era el diálogo que yo esperaba tener. “¿Pero cómo puede ser tan cínico? “Viene cansado…” ¿Y yo, no estoy cansada también? ¿Y de qué viene cansado, de estar bebiendo cerveza y jugando a las cartas en la taberna?”
          Las lágrimas se agolparon en mis ojos igual que las palabras en mi garganta, queriendo salir todas a la vez.
          - ¿A mis sentimientos le llamas gruñidos? –Pregunté al fin con las lágrimas ya fuera de control-. Te estaba esperando porque necesito decirte que me ayudes… mejor dicho, que colabores en la casa. No es justo que tenga que hacerlo todo yo sola.
          - No me hagas reír. Estás loca si esperas que después de estar cargando  ladrillos todo el día me ponga a pasar el plumero en casa. Hazme el favor de no comparar mi trabajo con el tuyo. ¡Y deja ya el tema si quieres tener la fiesta en paz! –añadió Guillermo
          - ¿Fiesta? Aquí el único que tiene fiesta eres tú. –continué viéndome incapaz de expresar todo lo que sentía. Eran demasiadas cosas las que pensaba y las palabras no salían en el orden ni en el tono que yo había planeado- Me paso las semanas y los meses trabajando fuera y también dentro de casa y tú nunca estás cuando regreso, pero sí que me dejas cada día el recuerdo de tu presencia con la cama deshecha y hasta los platos sucios sobre la mesa. ¿Crees que me casé contigo para ser tu criada mientras tú derrochas el dinero en el bar? –agregué finalmente sintiéndome impotente ante la incomprensión de mi marido.
          No hubo respuesta. Sólo sentí un golpe seco que retumbaba en mi cabeza, seguido de un dolor agudo que atravesaba mi mandíbula  y por último noté el sabor de la sangre en mi boca.
          - Te avisé de que tuviéramos la fiesta en paz, pero te has empeñado en “cabrearme” -vociferó Guillermo fuera de sí- ¿Crées acaso que es fácil para mí tenerme que levantar cada día a trabajar como un negro? Así aprenderás que debes ser más comprensiva.

          Éste fue el primero de los recuerdos que me confió Begoña. Yo quedé impresionado por su historia y presentí que sólo era el comienzo de otras muchas y amargas experiencias de su joven vida, pues cuando la conocí sólo tenía 23 años.
          Iban pasando los días y ella se fue recuperando. Poco a poco la hinchazón de su cara se rebajó y empecé a hacerme una idea de cómo era su rostro en realidad. Lo cierto es que era verdaderamente guapa.
          Yo seguí atendiéndola de manera especial, porque me sentía inclinado a ayudarla: incluso me quedé acompañándola dos de las primeras noches cuando estuvo más grave. A mis compañeros les conté que era una amiga de mi familia; así no se extrañarían de que pasara tanto de mi tiempo libre a su lado.
          - ¿Y por qué no lo denunciaste ni lo abandonaste si te trataba de ese modo? -le pregunté una mañana.
          - Porque lo quería y deseaba pensar que había sido algo aislado. Yo no perdía la esperanza de que él entrara en razón, sobre todo cuando al día siguiente me pedía perdón muy apenado y me prometía que intentaría ayudarme en lo que pudiera.

          Begoña siguió relatándome vivencias sueltas… detalles de aquí y de allá que recordaba con mucha tristeza. A veces, mientras me hablaba, las lágrimas asomaban a sus ojos y yo podía hacerme una idea de cuánto había soportado aquella pobre chica:

          El propósito de enmienda nunca llegó a cumplirse. El primer día, tras la reconciliación, yo entré en casa ilusionada, pensando que él estaría esperándome y que hablaríamos como cualquier “pareja normal”, que entre los dos ordenaríamos el piso más rápidamente y que después tal vez podríamos llevar juntos a nuestra pequeña al parque… Pero para mi completa decepción, todo estaba igual que siempre: el piso vacío y silencioso, la cama deshecha, el suelo del baño lleno de ropa sucia y los restos de su almuerzo resecándose en los platos sobre la mesa.
          No me atreví a decirle nada. Me daba miedo que volviera a pegarme y tampoco quería comenzar otra disputa. Dejaría pasar unos días e intentaría hablar con él en algún momento más propicio…
          Después de aquella primera vez hubo otras muchas… las mismas que disculpas y tantas como promesas infructuosas de cambio. Y aunque Guillermo jamás modificó su actitud, yo sí empecé a adaptar la mía a la forma de vida a la que me había visto abocada. Lenta, pero perceptiblemente me fui creyendo la única obligada a llevar el peso, y la culpable de encender la ira de mi compañero. La carencia de igualdad en los derechos y obligaciones entre nosotros  llegó a convertirse en algo asumido por ambos cada día un poco más, lo que me hundió a mí en un pozo de humillación y a él, por el contrario, lo proyectó hacia una personalidad déspota y tirana.
          A los 20 años tuve a Álvaro, mi segundo hijo, que me introdujo un poquito más en la espiral de ansiedad que me envolvía. Guillermo me agredió en numerosas ocasiones, a pesar de que yo procuraba no provocarlo, pero él me contemplaba sumisa y veía en la violencia la clave para hacer prevalecer su potestad.
Continuará...

viernes, 29 de octubre de 2010

Día Internacional de la Mujer Maltratada. "En el mar de las perdices" (2ª parte).

- ¿304, verdad? En un momento voy- le contesté.
          Me terminé de dos bocados mi bocadillo y entré en la habitación. Ellas tal vez no esperaban que acudiera tan pronto, por lo que las sorprendí en una conversación privada. La mujer le decía que había tenido problemas para llevarse a los niños a casa, pero que al final su padre había accedido.
          - Pues quédate con ellos mamá. Yo estoy bien… no necesito que me acompañes. Lo principal es que cuides de Marta y Álvaro.
          - Está bien; me voy para recogerlos del colegio, pero no me quedo tranquila estando tú aquí sola.
          En ese momento Begoña me miró y dijo…
          - No estoy sola. Carlos me cuidará.
          Más que una afirmación me pareció una llamada de socorro. Esa chica necesitaba ayuda de verdad.
          - Por supuesto, ¡para eso estamos! -contesté con mi habitual tono profesional, aunque en mi interior se acababa de gestar algo que excedía al sentido del deber. Tal vez fuera humanidad… o quizá compasión, no lo sé, pero me propuse ayudarla cuanto estuviese en mi mano.
          Así fue como comencé a visitarla en cada momento que tenía libre, a darle de comer porque ella no podía valerse sola, a charlar, a darle ánimos y a interesarme por su testimonio personal.  
          Fueron pasando los días y yo me sentía cada vez más unido a ella. Poco a poco fui conociendo el fruto de su temprana historia de amor, unas sucesivas desventuras que la engulleron como el remolino de un huracán, arrastrándola hasta el mismo infierno:
          Tenía 14 años cuando me enamoré de Guillermo, un alumno que se había incorporado recientemente, pues estaba repitiendo curso. Él era el más guapo de la clase y el más divertido. Todas las chicas estaban locas por él porque era simpático y extrovertido. Nunca se sometía a las normas y siempre llevaba la voz cantante en el grupo de amigos. A aquella edad la rebeldía era sinónimo de personalidad y valentía…
          Mi padre había muerto siendo yo muy pequeña y desde entonces vivíamos a expensas de una reducida pensión de viudedad. Yo no destacaba excesivamente en los estudios, aunque iba aprobando todos los cursos con puntualidad. Mi madre no paraba de repetirme que debía esforzarme para “ser alguien en la vida”. Ella quería que yo saliera algún día de la situación humilde en la que vivíamos… y para ello debía estudiar mucho.
          Sin embargo, cegada tal vez por la loca edad o por mi recién estrenada pasión, empecé a cambiar de actitud. Durante el verano, tras acabar el octavo curso de EGB, salía cada noche y volvía a casa muy tarde. Mi madre tardó poco en descubrir que me veía a solas con Guillermo, al que ella apenas conocía, pero esperaba que fuese un buen muchacho. Poco más podía esperar, pues bien sabía que oponerse a que nos viéramos sería misión imposible, más aún siendo compañeros de clase. A pesar de ello procuraba aconsejarme prudentemente, porque aunque lo había tratado poco, algo no terminaba de gustarle en él, y por eso siempre me decía “Begoña, ten cabeza…”
          Así transcurrió el verano y comenzó el siguiente curso. Entramos en el instituto y eso supuso un nuevo y perceptible cambio. Ahora todos parecíamos  ser aún más rebeldes y, equivocadamente, nos creíamos  autosuficientes.
          Guillermo abandonó las clases al final del primer trimestre. A él nunca le gustó estudiar y decidió que con quince años ya había aprendido todo lo necesario; al fin y al cabo pensaba trabajar en el negocio de construcción de su tío… y para eso no necesitaba saber literatura, geografía ni historia.
          Yo vivía inmersa en un sueño de amor justo a la edad en que todo está por descubrir, por experimentar… Me sentía dichosa y me dejaba llevar por las deslumbrantes ilusiones de mi novio. Él me hizo promesas de felicidad, de independencia, de vida en común, de prosperidad y sobre todo de amor…
Mediado el curso le comuniqué a mi madre que me había quedado  embarazada. La noticia cayó como un mazazo en las dos familias que nos consideraban  demasiado jóvenes para tener un hijo.
          A Guillermo no pareció alterarlo mucho la nueva situación. Nos casaríamos cuanto antes y todo sería como él había imaginado; A fin de cuentas sólo estábamos adelantando un poco el futuro que nos esperaba. Él trabajaba desde hacía unos meses como albañil en el negocio de su tío y yo me vi obligada a dejar los estudios. Después de la boda fuimos a vivir juntos con mi madre, puesto que mi casa disponía de sitio suficiente. ¡Ya nos mudaríamos a un piso propio más adelante!
          Al principio todo fue bien, hasta que, transcurridos unos meses, mi marido comenzó a salir con sus amigos, y a regresar muy tarde. Yo lo esperaba levantada, aún estando muy avanzada mi gestación. Me molestaba que mi situación personal hubiera cambiado tan radicalmente, mientras que la de Guillermo permanecía casi inalterable. Él había vuelto a hacer su vida de antes como si tal cosa, y ni siquiera parecía tomar conciencia de que iba a ser padre. Nunca me preguntaba por las revisiones médicas ni me acompañaba a la consulta. Se marchaba a bailar o al parque y jamás recordaba preguntarme si me apetecía ir con él… Pero lo que más me molestaba era que, de un tiempo a esta parte, Guillermo parecía contemplarse a sí mismo como un elemento obligado en aquel trance, como si lo hubieran forzado a ello, cuando había sido él quien me había prometido que nuestra vida sería maravillosa.
          Muchas veces me desahogaba contándole a mi madre mis sentimientos y lo irritada que me sentía por la actitud de Guillermo, que más que un marido y futuro padre, se estaba comportando como el chaval rebelde y sin obligaciones que siempre había sido. Mamá me pedía que tuviera un poco de paciencia, porque tal vez el muchacho aún no se hubiera hecho a la idea y, posiblemente, cuando el bebé naciera la responsabilidad lo haría cambiar.
          - Al fin y al cabo -decía mamá- tanto él como tú sois muy jóvenes, y él está viviendo como corresponde a su edad.
          Pero los argumentos de mamá no lograban convencerme. Si yo no podía  hacerlo… ¿por qué él sí? No era justo que él no asumiera su nueva realidad cuando yo había tenido que cambiar mi vida entera. Me molestaba que él no me acompañara nunca y que no participara conmigo en algo que debiéramos vivir en común. ¡Yo tenía su misma edad y tuve que madurar del golpe!
          De este modo las discusiones entre nosotros dos comenzaron a ser frecuentes. Yo me sentía dejada de lado y no dudaba en hacérselo saber a un Guillermo desconocido para mí, pues empezaba a revelar un carácter violento y desconsiderado que nunca imaginé. Cuando discutíamos yo llegaba a sentir miedo, pues él se encolerizaba de tal modo que parecía que me iba a agredir.
          Mi madre sufría mucho por todas aquellas discusiones de las que era testigo. En su interior maldecía mil veces cada día el camino que elegí, pero ya era tarde para lamentaciones.
          Marta nació cuando yo  acababa de cumplir 16 años. Guillermo se mostró muy emocionado y las cosas comenzaron a ir mejor. Poco a poco volvimos a salir juntos con los amigos. Unas veces llevábamos orgullosamente a nuestra pequeña a pasear y otras la dejábamos al cuidado de su abuela y nosotros nos marchábamos solos. Empezamos a pensar en comprar un piso propio… pero con un sueldo de albañil no sería posible, así que él me propuso que buscara un empleo.
          Pregunté en tiendas, fábricas y almacenes, pero mi currículum dejaba mucho que desear: “madre y menor de edad, sin experiencia laboral y con los únicos estudios de EGB terminados”. Tendríamos que seguir viviendo con mi madre unos años más, hasta que ahorráramos lo suficiente.
          Transcurrido un año desde el nacimiento de Marta nuestra coyuntura económica era pésima. Guillermo era muy derrochador y apenas aportaba nada a la casa. Todos vivíamos prácticamente a expensas de la pensión de viudedad, pero la situación llegó a hacerse insostenible. De nuevo empezaron las disputas de pareja: Yo le reprochaba a él que no ahorrase y él a mí que no trabajara.
          Por fin cumplí 18 años y encontré trabajo como limpiadora de 9 de la mañana a 5 de la tarde, en un organismo público. Al menos sería una fuente segura de ingresos.
          Poco después nos ofrecieron un piso pequeño y antiguo, pero a buen precio, y decidimos sacar una hipoteca que, según nuestros cálculos, podríamos pagar ajustadamente, pero tendríamos que sacrificar las salidas y suprimir los gastos superfluos.
          Así fue como empezamos la vida en nuestro nuevo hogar.


Continuará... 

jueves, 28 de octubre de 2010

Día Internacional de la Mujer Maltratada." En el mar de las perdices" (1ª parte)



El próximo 25 de noviembre se conmemora el Día Internacional de la Mujer Maltratada.


Hace unos días escuché en el Telediario que a estas alturas de año ya hemos superado la cifra de  mujeres asesinadas en 2009, a manos de sus parejas o ex parejas.


Empiezo hoy un relato sobre este duro tema, el cual iré desgranando poco a poco. Quiero con ello recordar una vez más la difícil situación por la que atraviesan muchas mujeres en pleno siglo XXI. 


La protagonista de esta historia podría ser una de esas muchas que ya denunciaron maltratos continuados y que su agresor tiene orden de alejamiento, o esas tantas más que callan y sufren en silencio por vergüenza o por dependencia económica.
 Ellas conviven con el miedo y la amenaza día a día.



En el mar de las perdices

Esta historia comienza donde otras terminan. ¿A quién no le quedó alguna vez una insatisfecha curiosidad al leer… “y fueron felices y comieron perdices”? ¿No os detuvisteis unos segundos pensando en cómo habría sido esa feliz vida de ensueño?
Mi madre siempre acababa los cuentos de ese modo, y yo, que aún era muy pequeño, no sé porqué pero me forjé la idea de que las perdices eran unos peces muy sabrosos y abundantes, y que las parejas de enamorados podían pescarlas con facilidad en cuanto se casaban.
Pues esta historia habla precisamente de ese momento en que ya acabó el romanticismo histriónico, las enfebrecidas palabras de amor, los deseos irrefrenables y la pasión desbocada del cuento, para comenzar esa otra fase en la que supuestamente culmina la felicidad, pero que curiosamente nunca se nos narra, tal vez porque no es muy lírico enfrentarse al día a día, a la convivencia fregando platos, a las noches meciendo a un niño que llora mientras, por lo general, su padre duerme… la rutina, las posibles discrepancias, los problemas cotidianos…
Conocí a Begoña cuando su vida nadaba en esas aguas plagadas de perdices. Atrás habían quedado todas aquellas promesas y las ilusiones de una existencia idílica junto a su príncipe azul, y pude sumergirme de lleno en esa otra parte que los relatos de amor nos ocultan.
Aquel día yo estaba a punto de terminar mi turno en el hospital. Sólo faltaba media hora para que otro enfermero cubriera mi puesto, cuando paró en la puerta de Urgencias un taxi. De él bajó una mujer mayor y a continuación ayudó a otra más joven a apearse. Enseguida acudió en su ayuda el celador de la puerta con una silla de ruedas.
Yo, que charlaba con la empleada del mostrador dejando correr los minutos para marcharme a casa, contemplé la escena con la irremediable indiferencia que conlleva el hábito. Sinceramente sólo pensé que aquel ingreso tal vez complicara el final de mi jornada.
En cuanto estuvo más cerca pude apreciar que la joven del taxi había sido víctima de una paliza. Su cara mostraba magulladuras de probables puñetazos, sus ojos comenzaban a hincharse, el color morado se asomaba ya a su piel, y ella empapaba con un pañuelo la sangre que brotaba por las comisuras de sus labios reventados.
La señora mayor quedó en el mostrador de admisión facilitando los datos de la paciente mientras yo pasé con ella a la consulta de la doctora López. Sólo pude escuchar que la chica se llamaba Begoña y que era su hija.
Tras el examen médico el diagnóstico arrojó dos costillas rotas, un brazo fracturado, contusiones diversas en tronco y cabeza, y hematomas y heridas en rostro y extremidades. Yo tomé su tensión arterial, limpié los cortes de su piel, vendé las heridas, cogí una vía sanguínea para el suero y le administré los compuestos prescritos. La doctora López tramitó su ingreso en el hospital y activó el protocolo legal de denuncia ante presuntas agresiones físicas.
En ese momento llegó mi compañero Paco para relevarme y yo salí de la sala dejando a la chica presa de un fuerte shock nervioso. Lloraba y pedía a la doctora que no tramitase ninguna denuncia. Sólo repetía “Por favor… usted no lo conoce. Si lo denuncio será peor…”
Al salir encontré junto a la puerta a la madre de Begoña. La mujer estaba muy preocupada y en cuanto me vio me preguntó por ella. Yo le dije que la iban a subir a planta y que si lo deseaba, podía pasar a acompañarla.
Después la señora murmuró entre dientes, como para sí, qué iba a suceder con los niños si se quedaba ingresada… pero yo me marché a casa intentando liberar mi mente de las cuestiones laborales.
Al día siguiente comencé mi turno a las 7 en punto de la mañana. Ese día me destinaron a la planta de traumatología para cubrir la baja por maternidad de una compañera ATS, así que dejé mi habitual puesto en Urgencias y me dirigí a mi nueva ubicación.
El trabajo en planta era más rutinario. Allí no había tantos sobresaltos ni actuaciones intempestivas como en Urgencias. Me tomaría esta suplencia como una temporada relajante lejos de las curas e intervenciones apremiantes.
Cogí la hoja de tratamientos y me dispuse a hacer la primera ronda de la mañana cambiando sueros y administrando los medicamentos de cada paciente. Encontré a Begoña en la habitación 304. Al principio no la reconocí, pues aún era temprano y entraba poca luz por la ventana. Después encendí un pequeño foco en la cabecera de la cama y de inmediato recordé su ingreso de la tarde anterior. Ahora su cara estaba completamente desfigurada por la hinchazón. Sus ojos se hallaban casi ocultos tras unos párpados morados e inflamados desmesuradamente. A lo largo de la noche los cortes de sus labios se habían convertido en costras sanguinolentas de terrible aspecto. Mirar su rostro era verdaderamente sobrecogedor.
Me dijo que le dolía mucho el pecho y le costaba respirar. Le contesté que se debía a la fractura de costillas y que era normal… Seguramente se iría aliviando con el tratamiento y el reposo absoluto. La pobre chica apenas podía ver y le resultaba complicado vocalizar con aquellos labios deshechos. Había pasado una noche terrible y su mayor preocupación era saber de sus hijos que, según esperaba, estarían al cuidado de su madre.
A pesar del estado emocional con el que llegó la tarde anterior, ella recordaba que yo había estado en su primera asistencia, y me preguntó si iba a seguir cuidándola. Yo le dije que sí y procuré tranquilizarla. Me preguntó mi nombre tratando de sonreír, pero de inmediato abortó el intento, pues aquella simple mueca le producía dolor.
- Carlos, me llamo Carlos, y tú… Begoña ¿verdad?
Ella asintió con la cabeza y entonces fui yo quien le sonreí mientras me disponía a salir de la habitación.
          - Hasta luego Begoña, y pulsa el timbre siempre que necesites algo; yo vendré enseguida.
      La verdad es que me dio pena verla allí sola, sin poder moverse, con un brazo fracturado y con dificultad para comer, para abrir los ojos y hasta para hablar.

          La madre de Begoña vino a visitarla antes de media mañana. La vi entrar, pues la 304 estaba justo enfrente de la sala de enfermería.
          Poco después la señora se acercó al mostrador a solicitar ayuda. Algo iba mal con el “gota a gota”. 

Continuará....