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viernes, 4 de septiembre de 2009

Accésit IV Concurso literario Fundación F. García Amo de Nueva Carteya. 3 de Julio de 2009


Recibiendo premio y diploma de manos de D. Antonio Pérez Oteros, presidente de la fundación.

Gracias a todas aquellas personas, que tras el acto, me mostraron su afecto.


MI CONSUELO ES NO VERTE SUFRIR


Lo vi llegar desde una ventana del segundo piso. Venía en el asiento trasero de un coche que paró en la puerta de la residencia, en la tarde de un domingo del mes de Julio. Enseguida se bajaron los ocupantes de los asientos delanteros: una mujer de mediana edad y el que debía ser su marido, también de unos cuarenta años, el cual abrió la puerta para que saliese el anciano. Era un hombre de unos ochenta años, de cabello blanco aunque abundante para su edad, alto, de aspecto distinguido a pesar de su andar cansado, y con una complexión que conservaba rasgos de haber sido fuerte otrora.

Oí que me llamaban por megafonía. Sin duda querían que me ocupase del nuevo ingreso. Bajé inmediatamente y me dirigí a recepción. Allí me esperaban ya los tres; el matrimonio aguardaba de pie, junto al mostrador, y el señor mayor se había sentado un poco más lejos, en una silla de la entrada. Todos los trámites habían sido formalizados previamente con el director del centro. Sólo restaba firmar y sellar la hoja de ingreso, el cual, según constaba en el documento, tendría una duración indeterminada.

-En principio será sólo para el mes de vacaciones –dijo la señora-. Después pasaremos a recogerlo.
De este modo, el matrimonio se despidió del hombre con un beso en la mejilla y la promesa de venir a despedirse antes de su viaje, dejándolo en mi sola compañía y la de una triste maleta. Ambos miramos como se alejaba el coche hasta que se perdió tras la verja del camino. Entonces observé la ficha y memoricé su nombre. Se llamaba Joaquín.

Acompañé a Joaquín hasta su habitación. Por el camino le fui explicando algunas de las normas y horarios de la residencia, pero me pareció que no me prestaba atención. Intuí que albergaba una profunda tristeza, y me sentí impulsada a intentar animarlo. Yo sólo llevaba tres semanas trabajando allí, pero por mi preparación como auxiliar de geriatría, sabía que no debía tener implicación directa en la vida personal de los residentes y limitarme a una relación estrictamente profesional, pues de lo contrario, sufriría con cada caso que conociera. Por todo ello procuré simplemente ser cariñosa y estuve hablando un poco con él mientras le ayudaba a colocar sus pertenencias, pero me impresionaron sus maneras educadas y la franqueza que transmitía.

Así pasaron varios días en los que cada tarde acudí a su habitación para charlar un rato y hacerle compañía, ya que Joaquín parecía ensimismado, y se negaba a bajar a la sala de estar con los demás residentes.

Poco a poco fue adquiriendo confianza en mí y sus primeros recelos parecieron esfumarse. Me contó que había sido acomodador en un cine de Madrid toda su vida. Se encargaba del mantenimiento de la sala y también de la proyección de las películas, cuyos rollos tenía que cambiar cuando se acababan, pues se dividían en varias partes. Me explicó cómo el negativo tenía pequeñas perforaciones que componían el sonido, y solían romperse en casi cada sesión, quedando la pantalla en blanco y provocando el vocerío y las protestas del público, así que lo arreglaba aplicando acetona con un pincel. Me aseguró que tenía memorizados los diálogos de los clásicos más bellos del cine, los que había visto en decenas de ocasiones, y me los repetía interpretando los gestos de aquellas escenas inolvidables. Yo aplaudía y reía de buena gana.

Narrándome todo aquello, su mirada se tornaba soñadora y daba la impresión de que su tristeza desaparecía por unos momentos.

El viernes por la mañana me pareció más animado; supuse que por la inminencia del fin de semana y la probable visita de su familia. Aquella tarde volví a su cuarto a conversar con él, como había estado haciendo toda la semana, pues ciertamente me agradaba su compañía y sus historias me resultaban entrañables. A aquellas alturas ya no podía discernir si lo seguía visitando para confortarlo o más bien era yo quien encontraba refugio en él. Me gustó verlo tan radiante y creo que su optimismo lo incitó a contarme detalles más personales.

Desde que se casó había vivido en un piso de alquiler, sobre el viejo cine donde trabajó hasta su jubilación, pero ya hacía años que lo habían cerrado. Su dueño era propietario de la totalidad del inmueble, y todos los inquilinos sabían que tarde o temprano tendrían que abandonarlo, pues existía un proyecto para derribarlo y construir un centro comercial.

Joaquín había enviudado hacía seis años, y desde entonces siguió viviendo solo bajo aquel techo, a pesar de la insistencia de su hijo en llevarlo a su casa. Más tarde, inevitablemente tuvo que abandonar el que había sido su hogar durante medio siglo, así que se mudó con su familia. Con ellos estuvo durante algo más de cuatro años, hasta el domingo anterior, cuando llegó a la residencia de ancianos.
Toda su vida trabajó sin descanso. Para él no había vacaciones, pues las proyecciones no cesaban domingos ni festivos, pero todos sus ahorros los había invertido en la educación de su hijo, que resultó ser un estudiante brillantísimo y obtuvo licenciaturas en varias ingenierías y otros tantos master en Estados Unidos e Inglaterra. Él se sentía tan orgulloso de su vástago que no podía imaginar mayor obra que haberlo dado todo para que llegara a lo más alto.

Su nuera trabajaba en un prestigioso bufete de abogados, por lo que él, cuando fue a vivir a su casa, se hizo cargo del cuidado de su pequeño nieto, de dos años de edad, al que recogía de la guardería por las tardes, lo acompañaba al parque y lo vigilaba en casa hasta la llegada de su madre. También tenía otro nieto más mayor, de catorce años, con el que jugaba al ajedrez cada noche y le contaba fabulosas historias que el chico escuchaba absorto.

Mientras me hablaba de sus seres queridos, sus ojos brillaban de emoción. Echaba de menos aquellas partidas de ajedrez con su nieto, las conversaciones con su hijo tras la cena y los juegos del pequeño por la casa, que eran su mayor alegría y su único apego al mundo, pues ya sólo los tenía a ellos.

A la mañana siguiente, cuando pasé por las habitaciones distribuyendo los medicamentos del desayuno, encontré a Joaquín ya afeitado, aseado y vestido. Se había puesto su mejor traje y se veía ilusionado. Me dijo que no sabía a qué hora vendría su familia, pero que como los sábados no solían trabajar ni su hijo ni su nuera, tal vez viniesen temprano. Estaba deseando verlos y sobre todo al pequeñín del que tantas anécdotas me había contado.

Durante el desayuno en el comedor de la planta baja, avisaron de que había una llamada para Joaquín, pero no lo encontré en ninguna mesa, así que fui yo a atender el teléfono. Era la esposa de su hijo. Me dijo que no podrían venir porque habían adelantado sus vacaciones por motivos de trabajo y que se encontraban ya en la playa, de modo que lo verían a su regreso. Se disculpó muy amablemente y me encomendó que le transmitiera a su suegro su cariño y el de toda la familia.
Encontré al anciano sentado en un banco del jardín de la entrada, mirando hacia la verja del camino. Estaba esperando ver entrar el coche de su hijo. Me dolió en el alma tenerle que dar el recado, y más aún verlo levantarse sin decir palabra y marcharse cabizbajo hacia su habitación. Al principio pensé que era mejor dejarlo solo, pero luego lo seguí para consolarlo. Todo lo que intenté fue en vano. Joaquín volvió a sumirse en una tristeza infranqueable.

Durante la siguiente semana seguí visitándolo cada tarde, pero era yo quien le contaba cosas mías mientras él, con la mirada perdida, observaba a través de la ventana, tal vez las sombras del jardín. El pobre hombre no comprendía lo que había pasado, pues tanto su nuera como sus nietos siempre habían demostrado que lo querían muchísimo y lo trataban con enorme cariño; su hijo lo adoraba y era el mejor hijo que un padre pudiera desear. Para Joaquín ellos eran lo que más amaba y la única ilusión en el último tramo de su existencia. Cuando su mujer murió fueron su refugio y la tabla a la que se aferró para seguir viviendo.

En aquellos días, el anciano recibió una llamada de su nieto mayor y otra de su nuera, preguntándole cómo estaba y diciéndole que lo echaban de menos. Le pedían que no se preocupase por nada y le aseguraban que pronto volverían. Cuando me lo contaba, yo no podía evitar pensar que había algo extraño en todo aquello. Joaquín era un hombre entrañable y por lo que yo había podido percibir, sin duda era muy querido por los suyos. Me sorprendía que le hubiesen dado la espalda de aquel modo tan repentino por unas simples vacaciones playeras.

Poco antes de cumplirse la tercera semana de estancia de Joaquín, una mañana, al entrar yo a trabajar a las ocho en punto, encontré a la esposa de su hijo sentada en la sala de espera. Me dirigí hacia ella y rápidamente me reconoció y se levantó a saludarme. Le dije que hasta las nueve no estaban permitidas las visitas, pues aún no se habían servido los desayunos, así que, mientras esperaba, la invité a tomar un café en el bar de la residencia. Tengo que confesar que a pesar de que no era ético inmiscuirme en ciertos asuntos, mi propósito era indagar en aquella situación que me parecía tan misteriosa. No podía dejar de sentirme conmovida por la soledad a la que se había visto abocado el pobre viejo tan bruscamente.
La señora se llamaba Laura y ciertamente me pareció muy educada y cariñosa. Estuvimos comentando sobre Joaquín, del que yo le conté cuanto había observado desde su llegada: le dije sin rodeos que estaba deprimido y que yo temía que su salud se resintiese. Le sugerí que el hecho de no encontrar explicación para un cambio tan repentino en su vida, podría ser la razón de su pena.

Laura me escuchó atentamente y con expresión de sincera aflicción. Me di cuenta de que reprimía sus lágrimas y me atreví a preguntarle si necesitaba ayuda o si había algo de lo que quisiera hablarme. Entonces me contó una historia que nunca podré olvidar, pues me impresionó hondamente.

Cuando la esposa de Joaquín murió, él no derramó una sola lágrima, pero se hundió en una tenaz melancolía. El anciano quiso seguir viviendo en su piso mientras le fuese posible, pues se negaba a abandonar los recuerdos y los rincones que allí había compartido con ella. Unos días después del sepelio les rogó que lo llevaran hasta el cementerio, y allí pidió quedarse a solas junto a la tumba de su mujer. Ellos se alejaron para respetar la intimidad de aquel momento, pero lo oyeron llorar mientras acariciaba la foto de la lápida y le hablaba así a su difunta compañera: “Te echo de menos, Ana. El silencio de nuestra casa me habla de ti a cada instante. Entro a la cocina y espero encontrarte allí, pero ya nunca estás; voy al salón y tu sillón siempre está vacío… me acuesto y esa cama se ha vuelto grande y fría. Lamento haber dejado pasar un solo día de nuestra vida sin decirte cuanto te amo. Ahora me siento solo y triste, pero mi consuelo es que hayas sido tú quien se marchó antes, porque no querría que afrontases sola este dolor que estoy viviendo yo sin ti”.

La quería tanto que se alegraba de que ella no pasara aquel trago tan amargo, y por eso prefería ser él quien sufriera la pérdida y la soledad.

Así fue pasando el tiempo hasta que el anciano fue a vivir con su hijo. Todos estaban encantados y él se sentía feliz con el cariño de todos, pero lamentablemente las cosas cambiaron repentinamente un mes antes de ingresar Joaquín en la residencia.

Carlos hacía días que sufría fuertes dolores de cabeza, por lo que decidió acudir a la clínica de un doctor amigo suyo. La mañana de la cita, durante el desayuno, Joaquín sufrió un desvanecimiento momentáneo y su hijo le pidió que lo acompañase a la clínica a que le hicieran un chequeo a él también, aunque el anciano se negaba aludiendo que sería una simple bajada de tensión y que no tenía importancia, pero después de la mucha insistencia de todos, no tuvo más remedio que acceder.

Dos días más tarde el doctor llamó a casa y citó con urgencia a Laura y a Carlos. El azar había hecho que las pruebas de padre e hijo arrojaran unos resultados inquietantes. Joaquín tenía un tumor en la cabeza que por su situación no presentaba síntomas ni dolor alguno, pero no existía posibilidad de extirparlo, por lo que la muerte le sobrevendría a corto plazo de manera súbita e instantánea, aunque tranquila.

El caso de Carlos era más complejo. Tenía un tumor cerebral que le afectaría en poco tiempo a la facultad de hablar y coordinar los movimientos. Podían intentar una intervención quirúrgica, pero el riesgo de no superarla era muy alto, y si no operaban moriría igualmente en unos meses.

Aquella noticia transformó sus vidas en unos minutos y los obligó a tomar decisiones drásticas y muy difíciles. Carlos quiso tener la misma generosidad que vio en su padre aquel día junto a la tumba, y dispuesto a no hacerlo sufrir más, resolvió mantenerlo al margen de la verdad. “Ningún padre debería ver nunca morir a un hijo”. De esta forma pensó que si lo alejaban de casa le evitarían el dolor, pues prefería que los creyera indolentemente de vacaciones a hacerle saber que ambos iban a morir. Así Joaquín esperaría con ilusión su regreso en aquella residencia y tal vez, si la muerte le llegaba antes que a su hijo, se iría sin esa amargura.

Aquel primer sábado en que llamaron excusándose por no venir, en realidad Carlos estaba en la mesa de operaciones. Si todo salía bien, en unos días fingirían volver de la playa y traerían al abuelo de regreso a casa.

-¿Y qué sucedió? ¿Está bien tu marido? -le pregunté yo algo turbada por la gravedad de la respuesta que esperaba escuchar.

-Sí. Gracias a Dios superó la operación y anoche le dieron el alta médica - me respondió Laura con un gran suspiro de alivio-. Carlos se está recuperando muy bien y los especialistas coinciden en que la intervención ha sido un éxito. No queremos esperar ni un día más para tener a mi suegro en casa. Nuestra mayor aflicción es que haya podido sufrir todos estos días pensando que lo habíamos dejado solo tan insensiblemente.

Entonces lo comprendí. El propósito de todo aquello era ahorrarle sufrimiento en sus últimos días de vida. Ahora ella había venido a recoger a Joaquín y llevarlo a casa.

Abracé a Laura sinceramente conmovida y le dije que aguardara unos momentos más, porque yo misma iría a avisar a su suegro y a ayudarle a preparar el equipaje.
Cuando entré en su cuarto me extrañó que aún estuviese dormido. Él solía ser madrugador y llegaba de los primeros al comedor para el desayuno. Levanté la persiana mientras lo llamaba alegremente, pero no se movió. Entonces me acerqué a la cama para tocarlo y comprobé que estaba muerto. Había fallecido mientras dormía. Seguramente no sufrió, pero murió esperando ver por última vez a sus seres queridos.

Después del funeral decidí empacar sus cosas y enviárselas a su familia. Era lo menos que podía hacer por ellos tras el gran golpe que habían sufrido. Al abrir un cajón encontré una carta dirigida a su hijo. No tenía sobre, por lo que pude leer:

“Querido hijo: Sé que voy a morir. Lo supe antes de aquel chequeo, pues mi desvanecimiento de esa mañana no fue el primero, y yo mismo acudí al hospital a revisarme. No quise que lo supierais porque es irremediable y sólo conseguiría preocuparos los pocos o muchos días que me queden de vida, durante los cuales mi felicidad es saber que he contribuido de alguna manera a que seáis esas buenas personas que conozco y amo. No quiero que os apenéis por mí. He tenido una vida estupenda y he sido muy feliz. Ahora voy a reunirme con tu madre y me voy contento. Durante estos días he estado algo triste porque temo morir antes de que regreséis y no poderos dar el último adiós. Si fuera así, sabed que soy consciente de cuánto me queréis y que hay algo que sin duda os ha impedido tenerme estos días con vosotros. No sé qué pueda ser, pero estoy seguro que lo habéis hecho por mi bien. Estad tranquilos y no os culpéis un solo momento por haber llegado tarde. Me voy satisfecho y en paz. Dadles un beso a esos nietos míos y decidles que el abuelo se marchó pensando en ellos. Os quiero a todos”.

Esta fue una de las muchas historias humanas que viví durante mis veinticinco años en aquella residencia para lo que ahora llaman “la tercera edad”. Jamás pude mantenerme al margen de las personas que conocí, y unas veces me alegré y otras sufrí con ellas, pero siempre aprendí. Ellas me enseñaron lo que es el amor y la generosidad.



Adelaida Ortega Ruiz



3 comentarios:

  1. Ha sido precioso, de esos relatos que te pones a leer y todo lo que te distraiga te cae mal...........pués de esos. Mi más sincera enhorabuena. Tu prima Mª José.
    Sigue así a ver si al final tenemos una premio Nobel en la familia.Un beso

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  2. Es precioso todo lo que escribe..., pareciera como si te metieras dentro del relato.
    Eres una artista, Adelaida..., mi amiga!!!.

    Un beso y recuerda que vales mucho...

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  3. Me alegra que os guste, y os animo a seguir leyendo los otros relatos.

    Un beso a las dos.

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