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domingo, 28 de noviembre de 2010

Relato: ILUSIONES SUMERGIDAS




Era jueves, el primer jueves del resto de sus días.

Resentida, abandonada, magullada por el amor y la vida, notaba el aire fresco en su rostro, de pie, sobre la popa de aquel enorme barco que la alejaba de todo y de nada. Su diminuto cuerpo se confundía entre cientos de personas extrañas que se despedían de sus seres queridos agitando manos y pañuelos. Ella no tenía de quien despedirse.

Cuando el barco comenzó a alejarse, la mujer permaneció mirando el puerto hasta que éste, a sus ojos, se convirtió en una gran ciudad, la ciudad en inmensa costa y la costa en un punto de tierra que empequeñeció hasta perderse en el horizonte. Así había sido su historia de amor y su matrimonio, como esa estampa que hay que separarse de la vista para poder contemplarla por entero, pero que después se diluye en la lejanía.

No podía apartar de su pensamiento todos los recuerdos y cavilaciones de los últimos once años. Pasó de ser  víctima a verdugo, para convertirse de nuevo en la víctima de su propia venganza. ¡Cuántos deseos frustrados, cuánta ilusión evaporada desde aquel lejano día de su boda!

Mary Benson sólo tenía 19 años cuando entró a formar parte del servicio de lord Peterson, en su grandiosa mansión de Queenstown (Inglaterra), el 16 de enero de 1901.

Ella era la única hija de un matrimonio humilde. Su madre estaba postrada en una silla de ruedas desde que, dos años atrás, fue atropellada por un carro en el centro de la ciudad, cuando se dirigía a entregar unos vestidos que le había confeccionado a una clienta. Como consecuencia del aplastamiento sufrió gangrena y hubieron de amputarle una pierna. Su trabajo de modista quedó reducido a los pocos encargos que le llegaban a casa. Ella ya no podía desplazarse hasta los domicilios de las damas para tomarles medidas, y a éstas no les gustaba acudir hasta la casucha de un pobre minero para encargar los últimos modelos de París.

El padre de Mary había sido minero desde joven en las minas de la familia Peterson, hasta que una grave enfermedad pulmonar lo obligó a retirarse. Entonces la única solución para salir adelante fue que la muchacha empezara a servir. El matrimonio le quedó muy agradecido al joven lord Peterson cuando éste les ofreció trabajo para su hija como criada.

John L. Peterson, tras la muerte de su padre, había heredado casi todas las minas del contorno, varias fábricas textiles y además controlaba el comercio de carbón en la ciudad. Prácticamente era dueño de la vida y los destinos de todos sus habitantes,  pues incluso muchas de las casas en las que vivían de alquiler eran propiedad del rico noble.

Mary lo había visto alguna vez desde lejos, pero cuando lo tuvo delante, quedó fascinada por su elegancia y varonil porte. Era alto, guapo, educado, galante e inmensamente rico. A ella le habían encomendado la limpieza de la zona baja de la casa, por lo que lo miraba disimuladamente cuando entraba y salía de su despacho. Era algo así como un sueño inalcanzable… un dios al que contemplar desde la adecuada distancia.

Una noche, al poco de entrar a trabajar en la mansión, el ama de llaves le ordenó servir la mesa del señor, ya que ella, que lo hacía habitualmente, estaba enferma. La instruyó sobre las normas a seguir y le hizo mil recomendaciones del comportamiento que debía mostrar en presencia del amo, y añadió que confiaba en ella porque parecía lista y porque su aspecto era agradable. Las otras criadas eran muy mayores o tenían un aire demasiado vulgar… y el señor llevaba al límite las apariencias; le gustaba rodearse únicamente de cosas bellas.

Mary  se vistió con el nuevo uniforme para la ocasión. Se veía mucho más elegante que con el otro. Ella siempre fue una chica agraciada físicamente, y aunque sus rasgos no eran de marcada belleza, sí poseía uno de esos rostros que enamoran por la dulzura de su mirada y la serenidad de sus gestos. Su cabello era de un marrón rojizo muy oscuro, que contrastaba con el azul de sus ojos. Su voz, de timbre grave, sonaba melodiosa y cálida.

Aquella noche, lord Peterson cenaba solo. Ella tenía orden de permanecer discretamente  en el comedor mientras él comía, atenta a cualquier petición. Bajo ningún concepto tenía permitido entablar conversación con el señor, sino solamente responder de forma escueta al ser preguntada.

Así fue como el noble caballero, al comprobar que no era servido por su ama de llaves, interrogó a la joven criada el motivo del cambio. Ella, siguiendo las instrucciones recibidas, contestó que la señora River se encontraba indispuesta.

-Espero que no sea nada grave- repuso el señor.
La chica, algo nerviosa, no sabía si debía añadir algo más, así que prefirió callar por prudencia.
-¿Eres tú la encargada de servirme mientras la señora River se repone?- Interrogó él de nuevo.
-Sí milord, si usted no dispone otra cosa.
-No, no… está bien, pero dime ¿llevas mucho tiempo a mi servicio? No te había visto antes…
-En realidad apenas un mes- respondió la sirvienta tímidamente.
-La señora River debe confiar mucho en ti para haberte encomendado su trabajo- Agregó lord Peterson.
-Gracias milord.
-¿Fue ella quien te contrató?
-No señor, usted mismo le ofreció a mis padres este puesto para mí.
-¡Ahora recuerdo! Tú eres la hija de Benson. ¿Cómo se encuentra tu padre?
-Mejor señor…  muchas gracias.

La enfermedad de la señora River se prolongó por dos semanas, así que Mary continuó en el puesto de ama de llaves, teniendo que supervisar con el señor todos los asuntos domésticos y sirviéndolo cada día a la hora de comer. Poco a poco el envaramiento inicial de la chica se fue relajando y empezó a mostrarse más natural.

Ahora, tantos años después y a bordo de aquel barco, recordaba cada detalle y se le antojaba vacío. El anuncio de su boda con lord Peterson fue un acontecimiento social increíble para todos; una simple sirvienta se iba a convertir nada menos que en la señora de Lord Peterson. Los padres de Mary jamás habrían soñado un enlace así para su hija. Estaban orgullosos y eufóricos: sus problemas económicos habían concluido, y a partir del matrimonio se mudarían a una casa mayor, con servicio propio y con todos los gastos pagados por su futuro yerno. Mary, por su parte, vivía los días más felices de su vida… aquel sueño inalcanzable se iba a hacer realidad y aquel hombre irresistiblemente bello iba a ser suyo. Ella lo idolatraba.

La noche de bodas, la novia se retiró al aposento principal para esperar a su flamante esposo. Su sorpresa fue mayúscula cuando la señora River la siguió y le indicó que ella no dormiría en aquella estancia, sino en la contigua. Llena de extrañeza, se dirigió al otro dormitorio acompañada por el ama de llaves, que la ayudó a despojarse de la ropa nupcial y a vestirse con un precioso camisón blanco de satén.

            Mary esperó sola hasta el amanecer. Se quedó dormida con las claras del día sobre aquellas frías sábanas de seda. No hubo explicaciones ni tampoco lugar a preguntas, porque a la mañana siguiente él salió de viaje mucho antes de que ella despertara, dejando instrucciones de que la señora fuera atendida como una reina, y que la casa quedaba ahora bajo sus órdenes.

No regresó hasta dos meses más tarde, y durante ese tiempo, las únicas noticias fueron que se encontraba en el extranjero ocupándose de unos negocios de vital importancia. A su llegada, Mary, que estaba perdidamente enamorada de John, vio renacer sus esperanzas de iniciar la luna de miel que quedó en suspenso, pero aquella noche, como todas las que la siguieron durante once años, su lecho sólo cobijó la soledad de una mujer traicionada.

Transcurridos nueve años de vida en común, en los que su matrimonio fue mera apariencia, ella, segura de que su marido tenía una amante y, guiada por la desesperación y los celos, contrató los servicios de un investigador privado muy profesional y discreto, al que ofreció una gran suma de dinero si arrojaba luz sobre la incertidumbre que la asediaba. Aquel hombre no tardó en traerle los informes solicitados, pero su vacilación se incrementó al enterarse de que cada noche John sólo iba a casa de ciertos amigos de la familia o a jugar al casino. También, por el testimonio del investigador, supo que acudía varias veces en semana a un lujoso hotel de la ciudad, donde pasaba la noche, pero sus pesquisas no lograron descubrir a ninguna dama que lo acompañara. ¿Qué misterio se encerraba tras aquel extraño comportamiento? ¿Por qué se habría casado con ella un hombre guapo y rico que jamás llegó a tocarla de manera íntima?

Ella, recelosa, empezó a hurgar en sus bolsillos y entre sus papeles, intentando hallar quizá una carta de amor o la foto de alguna mujer, y a oler su ropa, pero jamás encontró ningún rastro femenino.

Su desconcierto la hizo contratar a un nuevo investigador. De una u otra forma tenía que descubrir qué estaba pasando. Así le entregó a este nuevo detective un sobre con una fuerte cantidad de dinero y con todos los datos que el primero había descubierto. Lo instó a no reparar en gastos y le recomendó que solicitara hospedarse en una suite contigua a la que su marido ocupaba cuando dormía en aquel carísimo hotel. Le aconsejó que exigiera aquella habitación en particular, alegando algún recuerdo sentimental o cualquier otra razón convincente.

Un par de semanas después, Mary recibió la visita del investigador portando noticias.
-Señora, lo que tengo que decirle no es muy agradable…
-Hable, señor Kipling. Y diga usted todo cuanto haya averiguado.
-Verá, su marido recibe visitas en esa suite, de la que hace años tiene reserva indefinida, y mucho me temo que la compañía que frecuenta no es femenina.
-¿Qué quiere decir, - inquirió desconcertada – que su amante es un hombre?
-Sí señora Peterson. Lamento ser portador de tan desagradables noticias, pero las pruebas contenidas aquí son irrefutables- agregó el señor Kipling mientras le extendía un sobre de color sepia.

Mary sintió cómo un remolino de confusión e ira recorría su mente. Su matrimonio, que ella creyó en un principio por amor, había sido en realidad pura farsa; una burda trama urdida para cubrir las apariencias sociales de un aristócrata homosexual. Ella había sido la pieza ideal que John necesitaba para acallar comentarios: una mujercita suficientemente bella para alternar a su lado, pero lo bastante insignificante para no plantearle problemas.

Cuando logró reponerse del primer impacto, quiso saber más, y pidió al señor Kipling la identidad del tal amante. El detective le indicó que los datos figuraban en los informes que le había entregado, y ella, no pudiendo aguardar un momento más, abrió el sobre con manos temblorosas.

La sorpresa y el sentimiento de traición, alcanzaron la cúspide al enterarse de que el compañero de las noches de John no era otro que Michael Stevenson, el fiel amigo de la familia que tanto frecuentaba la casa. ¡Cuántas veces habían comido juntos, jugado al mus e incluso tomado el té a solas cuando él venía a visitarla!  Tal vez esto también formara parte del montaje de los dos hombres, destinado a no levantar sospechas. Sin embargo, ella había notado cómo Michael la miraba. Muchas veces habría jurado que aquel hombre se sentía atraído por ella. Era de esas cosas que las mujeres intuyen, pero nunca quiso  darle mayor importancia.

Envuelta en tales pensamientos, despidió al señor Kipling, no sin antes hacerle entrega de una suma considerable a cambio de su trabajo y discreción. Nadie debía saber nada de este asunto. Ya decidiría  ella qué hacer, cuando sus ideas se aclarasen, pero ahora necesitaba estar sola, pensar, llorar…

Los días siguientes fueron difíciles. Ahora que sabía a dónde iba su marido y el secreto que guardaba, disimular le costaba mucho. Michael Stevenson continuó viniendo a visitarla varias veces en semana, como de costumbre, pero ella ya lo miraba con otros ojos, unos ojos interesados en la venganza. Así fue como empezó a coquetear con él, a insinuarse…

No pasó mucho tiempo hasta que el apuesto y noble joven sucumbió a los velados requerimientos de Mary. Con él descubrió el amor por vez primera y contrariamente a lo que había imaginado, el proyecto de venganza dio paso a una loca y enfebrecida pasión entre ambos. Ahora era ella la que ocultaba un secreto a su marido, la que se encontraba con su amante a escondidas en discretos hoteles durante el día. Pero lord Peterson no tardó en sospechar… Encontraba a su joven amante frío y distante. Le ponía excusas para no acudir a sus citas nocturnas, y cuando lo hacía carecía por completo de aquel frenesí arrollador de otros tiempos.

Transcurrido un año desde el desencadenamiento de todos estos sucesos, una noche Mary estaba en su cama, leyendo un libro antes de dormir, y la manivela de aquella puerta que jamás hubo atravesado su esposo, giró de repente y John entró en la habitación…

A la mañana siguiente, Mary Benson hubo de marcharse sin poder despedirse de sus padres, ni de Michael. Su marido tenía más poder de lo que ella pudo nunca imaginar, y él jamás le perdonaría haber descubierto su secreto, y mucho menos que le hubiese robado al que había sido su amante hasta entonces. La noche anterior ella se había negado a irse y lo amenazó con hacer pública su homosexualidad entre las altas esferas aristocráticas, lo cual para tan noble miembro de la cámara de los Lores, podría ser un escándalo que lo desprestigiaría definitivamente. Pero john tenía en su mano un arma más poderosa: Si ella no accedía a hacer creer que lo había abandonado marchándose del país, sus ancianos padres quedarían sin hogar, sin protección y sin posibilidad alguna de sobrevivir. Él prefería mil veces pasar por un marido abandonado que desvelar su vida basada por completo en mentiras.

A la angustiada mujer no le quedó más remedio que ceder y permitir que todos creyeran que se había fugado de casa sin dar explicaciones de su paradero. Ni siquiera podía planear ponerse en contacto con Michael, pues John le advirtió que si lo hacía, sus padres pagarían las consecuencias.

Sus baúles fueron preparados apresuradamente por el ama de llaves, y transportados al amanecer hasta el puerto, donde se cargarían en un barco que, según estaba previsto,  haría escala esa mañana en Queenstown, rumbo a Nueva York.

Aturdida y desconcertada, aquel 11 de Abril de 1912, recorrió el camino hasta el puerto en un coche de alquiler contratado por su esposo. Su mente trabajaba frenéticamente buscando una solución. Tal vez podría encontrar trabajo en América, y con un poco de suerte, llevarse a sus padres con ella. ¡Sí, eso es lo que haría!

Sumida en esos pensamientos, la ilusión comenzó a florecer en sus ojos. Quizá entonces pudiera encontrarse con Michael y vivir su amor sin trabas ni secretos… sin mentiras. Empezaría de nuevo y ya no sería más la tapadera de aquel hombre poderoso que nunca la había amado. ¡Una nueva vida la aguardaba al otro lado del océano!

Una tenue pero esperanzada sonrisa se dibujó en su cara al contemplar por primera vez aquel inmenso barco que la conduciría a la libertad. Fijó su vista en las hermosas letras doradas que adornaban el majestuoso fuselaje, y guardó  aquel nombre en su memoria.

            Dos semanas más tarde John L. Peterson desayunaba tranquilamente cuando su fiel ama de llaves le trajo el periódico en una bandeja que depositó junto a la tetera. A continuación gesticuló levemente llamando la atención de su amo sobre la primera plana. Esa mañana la compañía naviera White Star Line, dueña del Titanic, publicaba su registro de los pasajeros inscritos en el primer y único viaje del buque. Junto a la lista de supervivientes aparecía otra mucho más numerosa con los desaparecidos en el más espectacular naufragio de la historia. Lord Peterson repasó la segunda lista hasta encontrar un nombre que sólo él conocía: “Linda Sullivan, DESAPARECIDA”…  y entonces siguió desayunando tranquilamente.

            Nadie supo jamás a dónde se marchó ni que fue de Mary Benson.

Adelaida Ortega Ruiz.

domingo, 21 de noviembre de 2010

Nueva Carteya. 1º Premio II Concurso Eslóganes contra la violencia de género.



Por segundo año consecutivo tengo el honor de ser premiada por mi eslogan para la campaña contra la violencia hacia la mujer.


Mujer: amiga, compañera, amante, confidente, víctima

He aquí cómo ha quedado el eslogan insertado en el cartel 25N 2010





Adelaida Ortega Ruiz

jueves, 4 de noviembre de 2010

Día Internacional de la Mujer Maltratada. "En el mar de las perdices" (4ª y última parte)

Begoña ya llevaba casi un mes ingresada. Su madre venía a visitarla sólo cuando los niños estaban en el colegio, pues ambas convinieron que sería mejor así. Tenían miedo de que su padre pudiera utilizarlos contra ella de algún modo, ahora que sabía del curso de la denuncia interpuesta.
          Una tarde bajamos a dar un paseo al jardincillo de la clínica. Hacía una temperatura estupenda y ella estaba mucho mejor, así que pensé que sería bueno que le diera el aire. Yo me sentía confundido: la compasión que experimenté al principio, ahora me parecía un sentimiento muy distinto. Ya no la visitaba porque estuviera desvalida, sino que ahora era yo quien necesitaba estar con ella. Me pasaba el día buscando un hueco para poder verla, y el día que libraba, iba al hospital igualmente y lo pasaba a su lado. Me enamoré sin darme cuenta.
- ¿Y qué sucedió el día que llegaste a urgencias, cuando te conocí? -me atreví por fin a preguntarle...
Mi madre estaba al corriente de todo y me había convencido de que me separase de él y me fuera a su casa con los niños. Yo al principio rechacé la idea, pero con cada nuevo insulto, con cada bofetada… me di cuenta de que era mi única salida. Cada día se hacía un poco más tarde y más difícil salir del pozo, y comprendí que debía darme prisa, así que aquella tarde le di un ultimátum: o cambiaba definitivamente o lo abandonaría.
Él reaccionó de forma extraña, pues al principio no le dio importancia a mis palabras y encendió la tele sin apenas escucharme. Yo, que estaba muy nerviosa temiendo su posible furia, me quedé atónita y no supe qué hacer. Supuse que estaba tan seguro de que yo le pertenecía, que no me creyó capaz realmente de hacer nada por mí misma.
Entonces entré en el cuarto de los niños y empecé a coger ropa apresuradamente. Ellos aguardaban en casa de la abuela, pues mamá y yo habíamos pensado que sería mejor que no estuvieran presentes cuando hablara con Guillermo. Después trasladé la maleta a mi habitación y me dispuse a echar allí algunas prendas mías. Quería terminar cuanto antes… ya vendría en otro momento a por el resto de cosas.
No lo oí entrar. Me empujó por la espalda y me tiró sobre la cama. Caí sobre la maleta abierta y ya todo fueron golpes, puñetazos y patadas sin tregua. Creí que me iba a matar. Sólo pude cerrar los ojos y esperar que acabara pronto.
De repente paró. No me atrevía a abrir los ojos y entonces escuché:
- No te atrevas nunca más a desafiarme. Ahora me voy, y cuando vuelva quiero que esté cada cosa en su sitio. Déjate de monsergas o será peor.
Luego sonó un portazo que hizo retumbar las paredes.
“¿Peor? Hoy estoy viva, pero si existe otro día peor será el de mi muerte”.
Me arrastré como pude hasta el teléfono y llamé a mi madre. Ella dejó a los niños con una vecina y me acompañó hasta el hospital en un taxi.
- ¿Y ahora qué va a pasar cuando salgas de aquí? – quise saber.
- No lo sé, Carlos. Tengo mucho miedo. Mi madre me ha dicho que han dictado una orden de alejamiento hasta que se celebre el juicio. Aquí estoy tranquila, pero cuando salga, ninguna orden podrá mantenerlo alejado de mí.
Begoña me miró a los ojos mientras me lo decía y noté como un estremecimiento de terror agitó su cuerpo. Después añadió:
- Estoy muy asustada, de verdad. La próxima vez que me encuentre a solas me matará.
En aquel momento no sé qué pasó, pero la sentí tan fuerte y tan frágil al mismo tiempo que sin pensarlo la abracé.
- No volverás a estar sola si no quieres. Yo estaré contigo - le susurré  antes de besarla.
Ahí empezamos a vivir nuestra propia historia de amor. Nos habíamos enamorado sin darnos cuenta y ella reflejaba un brillo en sus ojos que la hacían más bella aún.
Durante los días sucesivos lo planeamos todo para cuando ella saliera del hospital. Se vendría a vivir a mi casa con los niños. Yo estaba dispuesto a darles todo el cariño que fuera capaz y entre nosotros no habría disputas por las labores de la casa, porque  yo no consentiría desigualdad en ese aspecto… ¡bastante acostumbrado estaba yo, viviendo solo, a hacer todos los trabajos domésticos!
No había sido tan feliz en mi vida y la iba a hacer feliz a ella: ¡estaba decidido!
Y llegó el día en que Begoña fue dada de alta. Yo parecía un niño con zapatos nuevos. Nos marchamos en mi coche y pasamos a recoger a sus hijos a casa de la abuela. La madre de Begoña ya estaba al corriente de lo nuestro y se mostró muy complacida. Para la mujer era tranquilizador saber que su hija estaría acompañada y protegida en aquellos momentos.
Así empezamos nuestra vida juntos. Estábamos dispuestos a zambullirnos en nuestro propio mar de perdices, conscientes de que nuestra felicidad y el respeto mutuo estaban por encima de todo.
Los pequeños se adaptaron muy bien a su nuevo hogar. Ella volvió a su trabajo y yo fui enviado de nuevo a mi puesto en Urgencias, que aunque era más estresante, también me concedía un día libre extra a la semana, con lo cual tenía más tiempo para estar con mi familia. ¡Sí, ”mi familia”, porque yo así lo sentía!
Begoña le dio un toque femenino a mi piso. Redecoró las paredes, puso cojines en los sillones y flores en las ventanas. Las mañanas que yo libraba hacía las labores de la casa y así podíamos ir a pasear o al cine cuando ella regresaba de su trabajo. Otras veces era Begoña la que se quedaba toda la tarde limpiando y cocinando para todos. Nos pasábamos horas frente a la tele viendo mi colección de películas antiguas, en las que ella descubrió una afición oculta hasta aquel momento.  Incluso planeamos unas vacaciones en la playa para el próximo verano. Todo era natural y compartido, todo era maravilloso hasta que…
          Una ambulancia del 061 llegó a la puerta de Urgencias. Nos transmitieron por radio que traían a un herido de arma blanca en estado crítico y que estuviésemos preparados. Unos minutos después la ambulancia llegó a la puerta, y mientras bajaban al paciente pude escuchar:
          -“Mujer, 24 años, múltiples heridas de arma blanca en cuello, tórax y abdomen. Necesita transfusión urgente”.
          En estos casos no hay un segundo que perder, así que fuimos a su encuentro de inmediato para empezar la asistencia camino del quirófano, y en cuanto me acerqué…
          ¡Era Begoña!
          Entonces alguien dijo “Es tarde, ha muerto”.
          No podía ser cierto. No era justo, ¡AHORA NO!
          Ahora que ella había empezado a vivir, ahora que estaba conociendo la felicidad, ahora que nos queríamos, ahora que…
          Su marido no estuvo dispuesto a dejarla ser libre.
          … Hoy me he sentado un rato a ver la tele. Echo de menos a Begoña. La alegría de mi casa se fue con ella y yo sigo preguntándome “¿por qué?”.
          En el Telediario vuelven a dar la cifra de mujeres víctimas de violencia de género. ¿Cuántas muertes más? ¿Cuándo acabará la injusticia de quien se piensa superior a una mujer?

 Adelaida Ortega Ruiz. Nueva Carteya, 2010.