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martes, 1 de septiembre de 2009

Lección de humildad.

Relato.

Ramón era un hombre sencillo, honesto y trabajador. Poseía un pequeño comercio de ultramarinos en su pueblo, el cual regentaba desde que era joven y le permitía vivir con cierta comodidad, pero sin descuidar nunca su trabajo. Sólo tenía los estudios básicos, pues cuando era niño, en casa tenían dificultades económicas y él comenzó a trabajar en el campo desde la edad de catorce años, hasta que tuvo que marcharse a Madrid al servicio militar, dejando por dos largos años a su novia en el pueblo.


Cuando se licenció invirtió cuantos ahorros tenía en montar su modesto negocio, que fue prosperando gracias a su dedicación y a sus jornadas sin horario ni descanso. Algún tiempo después se casó y tuvo tres hijos varones, que siempre fueron buenos chicos y lo llenaban de orgullo. Sin embargo había algo que enturbiaba su satisfacción: Nicolás, su hijo mayor, no era como sus hermanos.


El menor se llamaba Felipe, y a la edad de veintitrés años tenía plaza de maestro en el colegio de un pueblo cercano.

El segundo de sus hijos, llamado Antonio, contaba veinticuatro años y estudiaba su último curso de medicina.


En cambio Nicolás, que había cumplido ya veinticinco, jamás mostró interés alguno por los estudios ni por ninguna otra actividad de provecho. Había abandonado el instituto a los dieciséis años, porque suspendía curso tras curso y de nada les sirvieron a sus padres las continuas reprimendas a las que lo sometían. Después de esto, Ramón lo obligó a trabajar en la tienda, pues ya que el chico no deseaba estudiar, pensó que cuando él se jubilara, su primogénito podría continuar con el negocio familiar. La experiencia resultó un completo desastre. Nicolás andaba siempre en la trastienda holgazaneando; acudía de mala gana al mostrador a atender a los clientes, a los que trataba con un aire de superioridad y menosprecio, y tampoco había manera de que llevara un control de los artículos ni una contabilidad adecuada de las ventas. Su desidia era pasmosa.


Tras varios meses de lucha infructuosa, Ramón se dio por vencido y decidió hablar con un vecino que necesitaba un trabajador en su finca y éste accedió a contratar al jovenzuelo para las labores del campo. Desde luego, no era ese el futuro que el buen hombre había soñado para su hijo, pero se dijo que éste debía aprender a trabajar y a ser responsable… y tal vez ese fuera el mejor comienzo.

Una semana más tarde, el vecino algo compungido, le confesó a Ramón, que aunque lo sentía mucho, no le quedaba más remedio que despedir al muchacho, ya que en varias ocasiones y siempre en horas de labor, lo había sorprendido durmiendo plácidamente a la sombra de un árbol.

Poco a poco, su fama de gandul y de arrogante fue extendiéndose en el pueblo, y ya nadie quería darle trabajo de ninguna clase. El pobre Ramón se desvelaba cada noche pensando en una solución, y hacía mil cábalas sin ningún resultado. Le preocupaba la actitud de su hijo frente a la vida, pues ya era muy mayor para tal inmadurez y no se daba cuenta de que no podría estar eternamente dependiendo de ellos. No quedaba más enmienda que enviarlo fuera a que intentara buscarse el porvenir.


Un día le dijo a su hijo que tenía reunida una pequeña cantidad de dinero, y estaba dispuesto a entregársela para que se marchase a una gran ciudad donde nadie lo conociera. Así podría buscar un empleo e independizarse. Nicolás accedió encantado y le prometió a su padre probar suerte en Barcelona. Allí alquilaría un piso pequeño y empezaría a buscar trabajo desde el primer día. Ramón pareció complacido con la determinación que aparentaba el joven. No le importaba emplear la mayor parte de sus ahorros en tal proyecto, si con ello conseguía enderezar definitivamente a su vástago.

¡Dicho y hecho! Nicolás partió hacia la capital con aún más ilusiones que equipaje. Esta vez parecía de veras resuelto a sentar la cabeza. Sus padres nunca llegaron a saber exactamente qué hizo en Barcelona, pero lo cierto es que un par de meses después volvió a casa sin trabajo y sin un céntimo, pero eso sí… traía una ropa preciosa que se había comprado en las más lujosas boutiques de Barcelona.


Así transcurrieron los años sin que el joven diera un solo palo al agua. Él se justificaba diciendo que no le gustaba el campo ni la tienda, y que aún no había encontrado un trabajo “a su medida”. La situación para sus padres rayaba en desesperación.


Al poco de cumplir veinticinco años, Nicolás volvió a plantearle a su padre la posibilidad de viajar en busca de porvenir, pero esta vez había pensado marcharse a Madrid. Ramón no sabía qué creer. Le daba miedo que sólo consiguiera dilapidar inútilmente el resto de sus ahorros. Nicolás le aseguró ser consciente de que sería su última oportunidad, por lo que esta vez -dijo- “pondría todo su empeño en conseguirlo”. Su padre le pidió unos días para pensarlo, advirtiéndole que si accedía, bajo ningún concepto debía regresar a casa de nuevo con las manos vacías.



De esta manera, pasadas unas semanas en las que Ramón estuvo casi todo el tiempo algo enigmático y muy meditabundo, resolvió darle esa última oportunidad a su hijo, y puso en sus manos como si de oro se tratase, el total de los ahorros que le quedaban.


Nicolás partió hacia Madrid una mañana del mes de Mayo. Sus padres lo despidieron en la estación hasta que vieron alejarse el tren a la caza de lo que ellos llamaron “la tranquilidad de su vejez”. Él se acomodó en su asiento dispuesto al viaje de varias horas, por lo que sacó una revista de su bolso de mano y comenzó a leerla con desinterés. Un momento después un caballero con aire distinguido ocupó el asiento contiguo y no tardó mucho en iniciar una conversación. Acabaron charlando fluidamente y Nicolás le contó que él era un hombre de negocios y que viajaba por asuntos de trabajo, inventando que tenía entre manos una operación de importancia capital, y que se disponía a comprar una fuerte suma de acciones de una empresa madrileña.


Por su parte, el amable señor le señaló mientras sacaba de su cartera una tarjeta de visita, que él poseía unas cuadras donde criaba caballos de pura raza. Actualmente estaba ampliando el negocio y acababa de montar una escuela de doma y había construido un nuevo picadero. Le entregó su tarjeta y se ofreció para cualquier cosa que pudiese necesitar durante su estancia en Madrid.


Así continuaron charlando relajadamente todo el camino, mientras Nicolás, animado por sus propias mentiras, seguía discurriendo grandezas imaginarias que no dudaba en plasmarle a su acompañante con todo lujo de detalles. Era increíble la facilidad con que acudían a su mente las historias más extraordinarias y cómo disfrutaba alardeando vanamente de su supuesto estatus social.


A su llegada a Madrid, lo primero fue buscar una pensión baratita. Estaba decidido a que en esta ocasión el dinero le durase más, y quizá dentro de unos días, cuando estuviera más “aclimatado”, se diera una vuelta por alguna empresa, a ver si le ofrecían un puesto de trabajo apropiado. Su sorpresa fue mayúscula cuando después de haber firmado su registro en la pensión, abrió su bolso de mano y ¡el dinero no estaba! Miró y remiró pero había desaparecido. Sin duda algún ratero le había robado la cartera en la estación o mientras esperaba el taxi.


¿Qué podía hacer ahora? Salió a la calle sin rumbo fijo. Su mente trabajaba frenéticamente, pero no vislumbraba ninguna salida. Por primera vez en su vida se enfrentaba a un problema realmente serio y tendría que solventarlo solo. No podía telefonear a sus padres contándoles que de un plumazo se habían esfumado todos sus ahorros y las ilusiones que por último habían depositado en él.


Llegó la noche y aún no había encontrado un lugar donde dormir. Tenía hambre y sus únicas monedas sueltas las había gastado en un bocadillo a mediodía. Estaba muy cansado de deambular cargado con el equipaje, así que se tumbó en un banco del parque del Retiro y apoyó su cabeza sobre el bolso de mano, poniendo la maleta grande bajo sus pies. Así pasó la noche entre inquietos sueños.


En cuanto llegaron las claras del día despertó sobresaltado, viéndose inmerso de nuevo en la cruda realidad que estaba viviendo. Para colmo, durante la noche alguien se había llevado la maleta grande que había a sus pies. Ahora no le quedaba nada, salvo la ropa que llevaba puesta y, en el bolso pequeño, su documentación, un jersey de lana, una revista y una botella de agua vacía. Tenía que actuar con urgencia o se vería como un vulgar mendigo… “Nicolás, el hijo de Ramón el tendero, mendigando”. ¡Nadie podría creerlo! Se levantó y marchó con dirección a las afueras. Sin duda allí encontraría trabajo en alguna fábrica. Anduvo toda la mañana de un lado para otro, pero nadie quiso emplearlo. Acabó preguntando hasta en las construcciones para subir ladrillos o hacer mezcla, pero nada… en todas partes pedían experiencia, y él, solo la tenía en ver la tele, dormir a pierna suelta e ir de juerga con los amigos. Sus tripas comenzaban a hacer ruidos extraños y él estaba angustiado. Jamás pensó que fuera tan difícil… claro, que tampoco lo había intentado nunca.


A mediodía se sentó en el escalón de un portal reprimiendo las lágrimas que se empeñaban en brotar de sus ojos igual que si fuera un niño. Ahora se arrepentía de no haber sido más responsable cuando tuvo todos los medios a su alcance, y por su mala cabeza y su pereza, se veía en esta pésima situación.


Por la tarde vagó sin rumbo y sin apenas esperanza, preguntando en cada tienda, en cada almacén, en cada fábrica, en cada obra que encontraba. Le dolían los pies y se encontraba débil y extenuado. Ya anochecía y tendría que buscar otro banco donde pasar de nuevo la noche con frío y con hambre. No lloraba por pura vergüenza, y se resistía con todas sus fuerzas a llamar a su padre, pues recordaba a cada momento lo que éste le subrayó tan claramente: “bajo ningún concepto debes volver con las manos vacías”.


A punto de darse por vencido, metió la mano en su bolsillo y encontró la tarjeta de visita que le dio aquel señor del tren. ¡Tal vez podría ir a esa dirección y pedirle ayuda! Pero no se atrevía a presentarse suplicándole un trabajo después de las falsas grandezas que tan vanidosamente le había relatado. Tras dudarlo un momento, determinó que era su último recurso y se encaminó hacia allí con más hambre que todo lo que jamás pudo imaginar que era “el hambre”. Llevaba treinta y dos horas sin probar bocado y más le valía tragarse su orgullo.


Lo que sucedió a continuación fue algo que ni su exorbitante imaginación hubiese sido capaz de diseñar.


El caballero del tren lo reconoció enseguida, aunque se extrañó de su desmejorado aspecto. Nicolás no sabía por dónde comenzar, y aunque por el camino había ideado varias excusas que contarle, ninguna le pareció verosímil, así que inevitablemente tendría que poner los pies en el suelo y la verdad sobre la mesa. De este modo le relató de principio a fin sus andanzas y tuvo que reconocer todas sus mentiras y las falsas intenciones que lo llevaban a Madrid.


-Ahora he aprendido bien la lección -confesó el joven con total sinceridad- y sé que tengo que valerme por mí mismo, por lo que si usted me da cualquier trabajo lo aceptaré agradecido. De lo contrario tendré que volver a casa con las manos vacías. Créame que estoy desesperado. Por favor, ayúdeme usted. Le juro que cumpliré cabalmente.


El hombre se quedó unos momentos pensativo y luego dijo:


-Me has demostrado mucha sinceridad al acudir a mí después de tantas mentiras innecesarias. Ahora el azar ha hecho que tengas que reconocerlas y pedir ayuda a la persona delante de la cual fingiste ser quien no eras. Voy a darte esa oportunidad, pero no confío en ti. Has sido capaz de engañar a tus propios padres y siendo un adulto no has tenido sensatez para madurar en la vida. Ahora yo te voy a dar trabajo, pero tendrás que demostrarme que de verdad has aprendido la lección.


Así aquel señor le ofreció un humilde puesto de mozo de cuadras, por el que percibiría únicamente alojamiento y comida, siendo su sueldo mensual retenido por el empresario hasta que Nicolás demostrase que en esta ocasión sus intenciones eran nobles y serias.


-¿Lo tomas o lo dejas? -lo interpeló el caballero.


El joven tuvo que aceptar con agradecimiento una ocupación que sólo dos días atrás habría desdeñado, o cuando menos, no habría tomado siquiera en consideración. Tendría que limpiar cuadras, cepillar caballos y otra serie de cosas que en circunstancias normales le habrían parecido humillantes.


Durante tres meses estuvo telefoneando a sus padres y diciéndoles que todo marchaba bien; que estaba trabajando con caballos y que estaba contento. Lo realmente curioso es que Nicolás no mentía. Se habituó a levantarse temprano, a estar con los animales y a que éstos dependieran de él, a mantenerse siempre activo y a cumplir con su obligación.


Se dio cuenta de que en la vida para todos llega el momento de afrontar responsabilidades y por fin había llegado el suyo, aunque para darse cuenta, hubiese tenido que afrontar tan dura prueba.


Al cabo de esos meses Nicolás habló con su patrón. Le dijo que quería invitar a sus padres a que vinieran a verlo, y que estaba dispuesto a contarles toda la verdad. Estaba orgulloso de haberse convertido en una persona digna y deseaba compartir con ellos su alegría. Por todo esto le pidió al hombre el dinero que había ganado en ese tiempo, pues quería entregárselo íntegramente a su padre como devolución de parte de la cantidad que le robaron. Su jefe aceptó encantado y Nicolás, feliz, llamó a sus padres dándoles su dirección.


Al siguiente fin de semana Ramón y su mujer acudieron a la cita con su hijo.


Un compañero avisó a Nicolás de que su familia había llegado, y cuando éste entró al salón de la casa, sus padres ya conversaban animadamente con el dueño. Él joven se sorprendió un poco de la espontaneidad que parecía reinar entre ellos, pero desvió su atención de esta idea para saludarlos y abrazarlos con júbilo.


Momentos después los cuatro charlaban en torno a la mesa, y Nicolás, haciendo un honroso ejercicio de humildad, les pormenorizó todo lo acaecido desde su llegada a Madrid. No disfrazó sus mentiras, ni sus más que dudosas intenciones de buscar trabajo en un principio; tampoco ocultó su angustia al verse hambriento y sin dinero, y por último les habló de que había madurado, y que como muestra de ello, deseaba devolverles poco a poco la cantidad que le habían robado.


-No es necesario, hijo; yo tengo ese dinero -dijo el comerciante visiblemente emocionado-. Andrés lo sustrajo de tu bolso a petición mía -añadió mirando al compañero de viaje de Nicolás.


El joven se quedó atónito. Su propio padre lo puso en aquellas horribles circunstancias. Lo había dejado solo y sin dinero en una gran ciudad donde no conocía a nadie ni tenía un simple techo bajo el que cobijarse.


Ramón continuó narrando a su impresionado hijo, cómo Andrés y él eran amigos desde “la mili” y aunque posteriormente se habían visto en contadas ocasiones, siempre estuvieron en contacto y conservaban intacto el cariño que se tenían. Cuando Nicolás pidió marcharse a Madrid con el resto de sus ahorros, Ramón ideó este plan y le pidió ayuda a Andrés, que aceptó y colaboró lo mejor que pudo. Fue Andrés quien le cogió el dinero en el tren mientras charlaban y también había sido él quien le robó la maleta en el parque del retiro. Lo estuvo siguiendo por Madrid a sabiendas de que acudiría a la dirección de aquella tarjeta de visita como último y desesperado recurso. Quisieron llevarlo a una situación límite para forzarlo a reaccionar.


-Hijo -continuó Ramón- lamenté mucho que te vieras sin techo y tuvieras que pasar hambre, pero teníamos que abrirte los ojos de alguna manera, y todo fue por tu bien. Perdóname lo cruel que he sido.


-No lo lamentes papá -respondió Nicolás abrazando a su progenitor-. Aquel mal trago me ha servido como una buena enseñanza en mi vida y nunca podré pagarte lo que has hecho por mí. Eres un buen padre y esta ha sido la manera más sabia y generosa de demostrármelo. También le agradezco a Andrés su honradez y rectitud - añadió el joven mirando al amigo de su padre-. Gracias a él he aprendido que hasta el más miserable de los trabajos puede ser hermoso si se hace con cariño y responsabilidad. Yo quisiera pedirle que ahora que todo se ha destapado no me despida, si es que está contento con mi labor. Me gustaría seguir dedicándome a esto, pues he descubierto que adoro trabajar con los caballos y le doy mi palabra de que seré un leal y cumplidor empleado.


Así fue como el vago de Nicolás se convirtió en un hombre digno, laborioso y responsable, que con el tiempo y con su propio esfuerzo consiguió prosperar, y que jamás en su vida olvidaría aquella magistral lección de humildad.

Adelaida Ortega Ruiz


4 comentarios:

  1. Adelaida: por ahora he eludido leer tus relatos premiados, que por algo será, y he pasado directamente a esta hermosa y didáctica "Lección de humildad".
    Bien escrita, correctamente estructurada, pero sobre todo un relato a modo de parábola con final feliz, no sin antes ir aportando todos los datos de las vicisitudes del hijo "pródigo" que estaba pidiendo a gritos una buena lección.
    Lección de humildad filial, lección de paciencia paterna, y lección de buen hacer de la escritora para enhebrar con sencillez una historia fácil de leer y de entender. Me ha gustado, de verdad, como lector que no como crítico.
    Un saludo y voy a por otras...

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  2. Gracias José Antonio.
    Eso es lo que busco... gustar y entretener al lector, que se entienda lo que digo.

    El lector es lo que me importa, porque el crítico sólo me interesaría si yo viviera de esto.

    Gracias de nuevo y no sabes el gusto que me da de que alguien conozca estos relatos que quedaron ocultos y olvidados en mi blog por culpa de mi inexperiencia bloguera.

    Un abrazo.

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  3. Bonito y edificante relato. Este hijo pródigo se zampó varias veces el becerro cebado y por poco no se come también el manso. Se te lee fácil. Me gusta. Saludos.

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  4. Gracias Pasto.
    Me gusta escribir para que se sea fácil y para que resulte ameno. Es la manera de enganchar al lector desde el primer momento... y arrastrarlo con interés hasta el final de la historia.

    Tus relatos son también así. Me encantan.

    Muchas gracias por venir hasta aquí y hacer de mi sitio un rincón de lectura. No sabes cuánto me honras.

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