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viernes, 18 de febrero de 2011

La fantástica historia de Juanillo, el que susurraba a las hojas de los olivos. (3ª y última parte)

-Tan sólo queda otra parte sana de mí en alguna de estas colinas que rodean el pueblo- dijo el árbol-. Debes encontrar ese olivo antes de que sea demasiado tarde, e injertar con él la corteza de alguno de estos que me rodean. Al cabo de un tiempo, cuando haya brotado, podrás replantarlo cuantas veces desees. Yo me secaré pronto, pero seguiré viviendo en todos aquellos que lleven mi savia.

-¿Y mi hijo? –quiso saber Juan.

-El próximo invierno, cuando llegue la cosecha, debes recoger hasta la última aceituna del olivo injertado, y molerlas a parte de las demás. Alimenta a tu hijo cada día con el aceite resultante. Cuando lo haya consumido por completo, el niño sanará.


-¿Pero cómo encontraré esa parte de ti entre este mar de olivos?


-Búscalo. Debes injertarlo antes de que acabe la primavera, pero hazlo solo y a nadie le cuentes lo que hoy has escuchado.


El campesino se marchó a casa cautivo de aquella insólita vivencia que el destino le había deparado. Su mente flotaba inmersa en un océano de pensamientos, sensaciones y dudas que lo superaban, pero que le habían abierto una puerta donde antes no quedaba esperanza.


Sentía un impulso casi irresistible de contárselo todo a su mujer, pues además de la necesidad de compartir su extraordinaria experiencia, deseaba sobremanera aliviar la aflicción de ella por la enfermedad de su hijo, y entregarle un trozo de esta nueva ilusión que a él henchía cual regalo divino. Pero no debía hacerlo; ese era el principal requisito.


A duras penas podía refrenar su impaciencia por salir en busca del olivo maravilloso. Se pondría manos a la obra aquella misma tarde.


Curiosamente aquel día miró a su hijo con una alegría incluso mayor que el día en que nació.


En cuanto comió salió de casa y se dirigió al primer cerro. Se detuvo un instante en la orilla de la carretera, antes de pisar la tierra roja que servía de lecho a todos aquellos olivos. Ahora los miraba con ojos distintos. Ante él esperaban como soldados vestidos de verde, en perfecta formación, miles de largas hileras de inmóviles criaturas, entre las que debía encontrar a una sola capaz de obrar el mayor milagro que podía imaginar. No sería fácil, pero invertiría hasta su último aliento para lograrlo.


Se acercó al primer árbol y le susurró rozándole las hojas con sus labios: “¿Eres tú el olivo milenario?”


Esperó unos segundos y nada, así que caminó hasta el siguiente olivo y repitió la pregunta. ¡Nada!


Continuó hasta caer la noche. Estaba exhausto, pero no iba a desanimarse. “Mañana sería otro día”.


A la mañana siguiente, en cuanto salió el sol, se levantó de la cama dando un brinco y le dijo a su esposa que tal vez no regresara a comer, pues tenía trabajo que hacer en el campo. Ella se extrañó mucho, ya que era Domingo y solía tomárselo de descanso, pero le preparó un almuerzo ligero y le dio un beso de despedida.


Juan reemprendió su búsqueda en el mismo punto en que la dejó. Una y otra vez iba susurrando las mismas palabras a cada olivo, pero nunca recibía respuesta. Caminó y caminó sobre los terrones hasta extenuarse, y de nuevo volvió a casa al caer la noche.


Fueron pasando las semanas y el campesino no quería pensar siquiera en la posibilidad de darse por vencido, aunque el pesimismo comenzaba a anidar en él.


En varias ocasiones se cruzó con los dueños de las fincas que pisaba, que lo saludaban sorprendidos y le consultaban el motivo de su presencia allí. Él contaba alguna excusa poco convincente, y se despedía presuroso, más preocupado de sus propias pesquisas que de lo plausible del pretexto. Pero a veces el propietario, receloso, no cejaba en el intento de indagar.


Poco a poco comenzaron los comentarios en el pueblo, un municipio pequeño donde todos se conocían y todo era sabido y cotilleado. Decían que Juan se había vuelto loco y que andaba por los campos hablando con los olivos. Se chismorreaba en los bares, en la plaza y en el mercado. Las mujeres cuchicheaban que ya no iba a trabajar y que había perdido la cordura.


El hombre era objeto de rudas burlas, que progresivamente fueron aumentando su vileza. Tardaron poco en apodarlo “Juanillo el loco”. Los chiquillos por la calle, le preguntaban a voces y entre risas “qué se contaban los olivos”.


La pobre esposa de “Juanillo” se consumía de pura tristeza, incapaz de afrontar la desgracia de su hijo y la aparente enajenación de su marido, que se marchaba a diario al amanecer y volvía entrada la noche, negándose siempre a darle explicaciones.


A pesar de todo, Juan no sucumbió y se aferró a aquella esperanza más allá del límite de sus fuerzas.


Pasó la primavera, el verano… y a mediados de otoño el hijo de Juan cumplió catorce años. Su padre se empeñó en regalarle una bicicleta de montaña, a pesar de la amargura de su madre, que lloraba pensando que jamás podría usarla, pues ya hacía varios meses que vivía postrado en cama.

Una vez más el comportamiento de Juan fue interpretado como un desvarío. La gente no dejaba de murmurar, pues aunque “el loco” había dejado de andar por olivares ajenos, ahora rumoreaban que se pasaba el día en su tierra sin separarse del mismo olivo, cuidándolo sin cesar como si de un niño se tratare, mientras en su casa, su propio hijo agonizaba desahuciado por los médicos.


Algunos años después, aquel niño enfermo, inexplicablemente para todos, se convirtió en un hombre fuerte y sano, en el que según contaban se había obrado un milagro fabuloso, que lo salvó de la muerte sin más medicamentos que el aceite de oliva que su padre, empecinado, le hizo comer mañana, tarde y noche durante días.

En cuanto a Juanillo… siguió siendo para todos “el loco que susurraba a las hojas de los olivos”, pero eso a él nunca le importó.

16 comentarios:

  1. Intrigante y bello. Es preciosa la historia completa. Reverendísima, estás, junto con la Abadesa Elena, en plena actividad neuronal. Eso es auténtico mostrar valía femenina y no las patochadas de todas esa feminazis de cuota.

    Te felicito sinceramente. Y tu prosa engancha.

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  2. Gracias por tu felicitación, don Javier. Tu opinión me merece mucho respeto, y con esta me levantas el ego o el ánimo (o ambas cosas a la vez).
    Thank you very much.

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  3. esta asturiana te da las gracias por impregnarnos con la belleza de tus textos y te manda un besin muy grande.

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  4. Bonito final para el cuento, me ha gustado mucho.
    Pero al ver la imagen del olivar, tengo que reconocerte que hasta yo misma me desilusioné, vamos, como si tuviera que haber sido yo la que tenía que buscar al olivo en esa inmensidad.
    Bonita historia, sí señor.
    Un besote.

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  5. En ese "Mar de olivos" que es Nueva Carteya, Juanillo encontró, en justo premio a su paciencia, pero sobre todo a la esperanza, el tablón de la salvación al que pudo sujetar a su hijo aun a costa de dejarse la vida, en este caso la cordura, entre las oleadas de olivos de ese inmenso y fecundo mar.
    Unas doradas gotas rezumantes de ese mar...

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  6. Ha merecido la pena esperar. Precioso relato... me imagino a Juanillo sentado al lado del viejo olivo cuidandolo.
    Por extremadura hay también mucho olivo y es un placer verlos, parece un mar verde.
    Enhorabuena librera. Eres muy buena escribiendo.
    Un beso

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  7. Ozna, pues esta andaluza te las da a ti por tus visitas y tus amables palabras.

    Un besazo.

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  8. Hola Elena.
    Verás... La imagen que buscaba era alguna de montes y montes donde la vista se pierde y no se ve otra cosa sino olivos. Buscaba esa imagen a la que nosotras estamos acostumbradas, pero que resulta sorprendente para personas que no viven en esta tierra nuestra.
    Quería dar la idea exacta del gigante al que se enfrentaba Juanillo para encontrar su olivo deseado.

    Y la verdad... yo también me desanimaría si tuviera que buscar una aguja en un pajar.

    Besos.

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  9. Hola José Antonio.
    Todavía andan por ahí una pegatinas que hizo el ayuntamiento de mi pueblo en los años 70.
    En ellas se leía "Nueva Carteya: olivos, sol y flores". Y aunque mi pueblo es mucho más que eso, a primera vista los olivos lo inundan todo y pareciera que todo se reduce a olivares y sol.

    Un beso, amigo.

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  10. Hola Laura.
    Juanillo cuidaba al olivo como si fuera un bebé, porque sabía que de él dependía la vida de su propio hijo.

    Me agrada que hayas disfrutado leyendo el relato.

    Un beso.

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  11. Adelaida, amiga, pura miel tu relato. Miel de olivo. Da gusto leerte de paseo por esos olivares interminables. Mañana le contaré a uno de mis olivitos la historia que me has enseñado. Le ayudará a crecer sabiéndose importante.
    Un abrazo desde la orilla.

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  12. Ojalá le sirva a tu olivito, Pasto, pero ten cuidado, no te vaya a ver alguien y empiecen a chismorrear sobre ti, je je.

    Un abrazo.

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  13. La esperanza es lo último que se pierde y si el amor filial está de por medio creo que una locura así hasta es comprensible.
    Además de un cuento bonito tiene moraleja que no es otra que el aceite de oliva, buen remedio para todo, así es.
    A mi me ha parecido poético lo de hablar con los olivos, árboles milenarios por otra parte.

    Ha sido un placer leerte.

    Un beso.

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  14. Gracias Encarni.
    Para mí también es un placer tu visita y tu comentario.

    Un beso.

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  15. Precioso cuenta! recogi de el muchos mensajes, los mas importante ESPERANZA, FE!
    un abrazo

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  16. Mery, de casi todo en la vida se aprende alguna cosa, y buena si se sabe encauzar lo aprendido.

    Gracias por tu visita. Un beso.

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