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lunes, 31 de enero de 2011

El arte de hacer buenas "cocretas"

Siempre he pensado que, de las ocho provincias andaluzas, Cádiz es la que tiene más arte popular. Por lo menos, es el lugar donde la gracia anda sola por la calle y se encuentra al volver cada esquina.

Mirad, si no, este video del carnaval de 2006.
La imagen no tiene buena calidad, “sin encambio” escuchadlo entero, que el que más y el que menos se va a “jartar” de reir.






¡Dios nos libre de una cuñada así, aunque le salgan buenas las "cocretas"!

viernes, 28 de enero de 2011

The Beatles. Su sol sigue luciendo medio siglo después.



John era mi favorito. Nunca olvidaré aquella mañana de Diciembre, en 1980, cuando al llegar a la parada del bus escolar, me dijo una compañera... "¿Te has enterado de que ha muerto uno de los Beatles?"

Yo tenía 14 años y, en ese momento,  con John Lennon murió mi sueño de poder ver algún día en persona a los cuatro músicos que para mí eran más que un sentimiento. 

Los primeros recuerdos musicales que tengo en mi vida están unidos a sus discos de vinilo, girando sin parar en el tocadiscos de mi casa. Mis hermanos mayores se ocupaban de ello, y mi hermano José Enrique me contaba historias y anécdotas sobre los Beatles, que yo idealicé y mitifiqué, mirando sus fotos y aprendiendo de memoria sus canciones en inglés



Así empezó todo...







16 de Julio de 1957, Liverpool.

La iglesia de St. Peter celebra su fiesta anual de “The Rose Queen”, donde el entretenimiento tradicional es escuchar toques de marchas interpretadas por bandas. Pero este año hay una novedad: La señora Bessie Shotton ha convencido al comité parroquial para que permitan actuar en los descansos a un grupo de "músca moderna" llamado The Quarrymen, donde toca su hijo Peter. Todos los chicos que lo componen han sido bautizados en St. Peter, por lo que el comité accede. Al frente del grupo un jovenzuelo de 16 años llamado Jonh Lennon, estudiante poco brillante que vive con su tía Mimi, hermana de su madre.
Minutos después de tomarse esta foto, alguien presenta a John Lennon y a Paul McCartney. Dicen -y yo lo creo- que a partir de ese momento el mundo cambió.








Verano de 1960, Hamburgo, Alemania.

El grupo, formado ahora por John Lennon, Paul McCartney, George Harrison, el batería Pete Best y un inexperto Stuart Sutcliffe como bajista, abandonan estudios y trabajo en Inglaterra y marchan a Alemania persiguiendo un sueño: “Vivir de y para la música”. El quinteto de ese momento ya tiene el nombre “The Beatles”.

Paul, para despedirse, le escribe una carta al director de su instituto, en la que, entre otras cosas, le dice “Estoy seguro de que comprenderá que no pienso volver en septiembre, porque voy a ganar un sueldo, agárrese, de 15 libras semanales.”







El dueño del Club Indra, en Hamburgo, los hospeda en un cuartucho sin calefacción, donde se acinan sin condiciones higiénicas. Usan como cuarto de baño los retretes de señoras del vecino cine Bambi.

Tocan durante 6 horas diarias los 7 días de la semana, entre las actuaciones de striptease nocturnas. Su público al principio es el propio de un local de tales características; sin embargo, y a pesar del ritmo agotador, ellos se hacen cada vez mejores y sus seguidores se incrementan.

Poco después reciben una mejor oferta del Club Top Ten, por lo que The Beatles rompe su contrato con el Club Indra. Su propietario, como represalia denuncia a George Harrison por ser menor de edad, y éste es enviado de vuelta a casa. A continuación Paul y Pete son deportados, hay quien dice que por no tener la tarjeta de residencia y otros cuentan que por quemar un condón dentro del club, como venganza por lo de George. Entonces son acusados de intento de incendio del local y el sueño de Hamburgo parece haber llegado a su fin. Pero no es así.

En 1961 George cumple 18 y todos regresan a Hamburgo, aunque con algunos cambios que conformarían el cuarteto definitivo: el batería Pete es sustituido por Ringo Starr, y Stuart Sutcliffe abandona la formación para acudir a una academia. Dicen que se ha enamorado de una fotógrafa alemana que lo hace cambiar la música por las bellas artes. Stu muere en Hamburgo a los 21 años de edad, de una hemorragia cerebral.








Este mismo año los Beatles regresan a Liverpool, su ciudad natal. Comienzan a tocar en el club “La Caverna”, y su popularidad crece hasta tal punto que un joven empresario llamado Brian Epstein va a verlos y se convierte en su manager.

A partir de este momento empiezan a hacer pruebas para distintas discográficas en las que son rechazados sistemáticamente, gravísimo error del que estas compañías se arrepentirán para la historia.

Por fin George Martin, un joven productor de una subdivisión de EMI, les concede la oportunidad de grabar su primer disco.

De ahí a la eternidad...






"Please please me", primer disco de The Beatles fue grabado íntegramente en un solo día.
 





 
 La canción "Yesterday" de los Beatles es la más versioneada por diferentes artistas en la historia de la música.




 


 
  En 1964, llegan a tener los cuatro primeros lugares consecutivos, durante 3 semanas, en las listas de éxitos británicas.
 




 Cuando "I want to hold your hand" alcanza en Estados Unidos el nº1, llegan a venderse 10.000 copias diarias del disco.












El 26 de Septiembre de 1965 la reina de Inglaterra, Isabel II, condecora a los cuatro integrantes de The Beatles con la Orden del Imperio Británico. Desde ese momento, estos cuatro chicos de origen proletario pasan a llamarse Sir John, Sir Paul, Sir George y Sir Ringo.


 
 
 En la libreta de evaluaciones de John Lennon, era frecuente la frase: "este niño va camino del fracaso…"
 
Cuando le regalaron su primera guitarra, la tía Mimi le dijo "La guitarra está muy bien, John, pero nunca podrás hacer una vida con ella". Años más tarde Lennon le regalaría a su tía una placa con esa frase grabada.

John Winston Lennon murió a los 40 años de edad, en la puerta de su casa de Nueva York. Lo mató de 4 disparos un fan llamado Mark David Chapman, que afirmó amar y admirar tanto a John que se obsesionó con unir su historia a la de su ídolo. Desde luego lo consiguió, y por el camino nos dejó a millones de personas añorando toda la música que le quedaba por crear. Sin duda alguna ha sido una pérdida de un calibre incalculable para el mundo y para la historia de la música.









El cáncer acabó con la vida de George Harrison en 2001, a los 58 años de edad.












30 de mayo de 2004, Estadio de La Peineta, Madrid.
Paul MacCartney en vivo ¡Y yo estaba allí!

Lloré de emoción durante todo el concierto, entre 30.000 personas que coreaban, como yo, las eternas canciones de los Beatles. 
Tras el concierto, que terminó a las 2 de la madrugada, viajé toda la noche hasta Córdoba, y a la mañana siguiente me puse a trabajar sin haber dormido, pero con el recuerdo para siempre de uno de los días más felices de mi vida.



viernes, 7 de enero de 2011

A mis hijas. "Mesa limpia, mantel de ausencia".

Ahora que acabo de quitar los adornos navideños, la casa se me antoja menos alegre.

Tardaré poco en acostumbrarme de nuevo a ver la chimenea sin el portal de Belén, y el recibidor sin el árbol de luces parpadeantes que mi pequeña, esperando a su hermana, decoró en ilusionadas vísperas. Pero lo que sí me costará, sin duda alguna, será no tener a mi hija mayor en casa. Se marcha y deja su habitación vacía, fría, silenciosa… y en el aire el sabor cobrizo de la despedida.

Hoy he puesto, sobre la mesa limpia, ese mantel que yo no bordé y que, sin saberlo, tenía guardado en un cajón. Alguien debió esconderlo ahí, y ahora sale a gatas, sin llamarlo, y se instala bajo el lema “ley de vida”.

Los años pasaron en un instante y sé que las plantas con que construí mi hogar habrán de florecer lejos… En el fondo, yo lo sabía cuando las sembré, pero se me hizo demasiado corto el camino.

Mañana yo seguiré aquí, conservando en silencio los pétalos que vertieron a su paso y esperando siempre su retorno. Mientras tanto, extenderé sobre la mesa una vez más mi triste mantel de ausencia.


Adelaida Ortega Ruiz.

martes, 4 de enero de 2011

se EX-FUMÓ

Érase que se era una ciudad muyyyy lejana donde los habitantes tenían costumbre de comer col hervida. Desde siempre lo hacían en todas partes: en casa, andando por la calle… y hasta decían que hubo un tiempo en que los profesores comían dando clase y los médicos pasando consulta.



Había algunos que odiaban su olor, que ciertamente era repugnante, pero otros lo adoraban y se reunían alegremente en los bares a charlar, tomar unas cañas y comer la rica col.


Siempre fue así hasta que los no adeptos empezaron a protestar, y el alcalde decidió que no estaba bien exponer a los “no comedores” a tan tremendos efluvios. Todos lo consideraron justo y hubo acuerdo: se habilitarían zonas en los grandes bares donde los comedores de col pudieran encerrarse para aislar a los demás de la peste, y también habría tabernas colinianas y no colinianas, según su propietario decidiera. Asimismo se prohibió comer col en el ayuntamiento, en el centro médico y a bordo del tranvía que atravesaba el pueblo, y se permitiría en espacios abiertos donde no pudiera molestar a nadie.


De este modo, los comedores de col empezaron a sentirse cohibidos, pero respetaron las normas, pues eran conscientes tanto de sus derechos como de sus deberes, y a partir de ese momento unos y otros respetaron a los demás y, unos y otros, cedieron un poco para facilitar la convivencia y para no pisotear la libertad ajena.


Pero algún tiempo después, el alcalde, hombre que se llenaba la boca con palabras como “consenso “y “talante”, enajenado por el poder, decidió que endurecería las normas, y así, olvidándose de los principios de libertad, prohibió comer col en todas y cada una de las tabernas, en las cercanías del ambulatorio, en el parque público y hasta a orillas del arroyo. Y no contento con eso, puso carteles por todo el pueblo, donde se leía “Se busca a cualquiera que coma col. Denúncielo y siéntase ciudadano de primera”.


Dejó entonces de haber prolongadas tertulias en los bares, y algunos taberneros tuvieron que cerrar porque sus clientes se sentían vigilados en aquel lugar, que tiempo ha, había sido un rincón de ocio y alegría.


La gente empezó a mirar a los comedores de col como proscritos, y ellos, tuvieron que hacerlo a escondidas en aras de algo que se “ex-fumó”, y que anteriormente se había llamado libertad.

Adelaida Ortega Ruiz.

martes, 28 de diciembre de 2010

Casos y cosas del frutero Vicente

Era el frutero Vicente

astuto, cotilla, embustero,

charlatán y diligente,

y aunque también muy cicatero,

le caía bien a la gente

y le vendía al barrio entero.










Heredó el solterón la tienda

de su padre y de su abuelo,

y no hizo reforma ni enmienda,

pues decía que “lo moderno”,

además de mermar su hacienda,

a él le importaba “un cuerno”.










Vicente seguía pesando

en su primitiva balanza,

donde iba añadiendo y quitando

pesas a la antigua usanza.


Y como dividir no sabía

salvo por dos y por cuatro,

dos quitaba, una ponía…

hasta el peso haber cuadrado.


-El medio kilo vale quince,

el kilo entero justo treinta…

¡Y no se venden “peros” sueltos!

pues… ¿cómo ajusto yo la cuenta

si los gramos son doscientos?


Cuando alguien le pedía “un kilo”

cumplía presuroso el encargo

equilibrando con sigilo,

pero solía pasarse de largo;

y así el kilo, sin remedio,

se aumentaba en más de un cuarto…


-¿Te lo dejo o te lo quito?

-¡Déjalo, por si lo gasto!


Y Vicente muy contento

lo cobraba como un rayo

“redondeao” a kilo y medio,

porque… pasaba del cuarto.


Odiaba la tecnología

y como estuvo poco en la escuela,

calculadora no tenía,

pero portaba siempre en su oreja

el lápiz con que escribía

y sumaba a “la cuenta la vieja”.


Mas la oreja la tenía

que más que oreja era molleja;

¡gigante almeja parecía!

No hacía par con su pareja,

pues la izquierda no sufría

el peso de la manía añeja

que el otro pabellón sí sentía

por “pillar” a mano derecha.


Cada día dos de enero

se iba al banco al ser el alba

y se agarraba al asidero

de la puerta de la entrada,

pa poder ser el primero

cuando abrieran de mañana.


-¡Saque todo mi dinero,

y crea que no es desconfianza,

que en un santiamén lo cuento

y lo devuelvo sin falta!.


Y así Vicente el frutero

al banquero vigilaba,

¡No le mermaran los duros

que en su cartilla atesoraba!



Adelaida Ortega Ruiz

jueves, 23 de diciembre de 2010

Papá Noel me ha traído un jamón.



¡De miedo!
De miedo fue el relato que envié al concurso organizado por Javier Sanz de "Historias de la Historia" y por Françs Gori de la Editorial Toison.


Era la primera vez que escribía algo de este estilo, pero "Morando en su mente", que así lo titulé,  fue seleccionado entre los 36 trabajos presentados.

Después, gracias a los votos de los lectores que lo eligieron entre los  finalistas , mi relato ha sido el ganador, y... Santa Claus me va a traer el jamón y un lote de libros.


Aquí os dejo un enlace a 
donde se puede leer 


Enhorabuena a los otros 5  finalistas y al segundo clasificado, gracias a los que me han votado y felices fiestas a todos, que yo me voy a afilar el cuchillo... 


Adelaida Ortega Ruiz

sábado, 18 de diciembre de 2010

EL "ANTICUENTO" DE NAVIDAD


En estas fechas la televisión emite películas en las que la bondad siempre recibe su recompensa, o cuentos como el de Navidad de Charles Dickens, donde el viejo avaro y huraño se transforma en generoso bajo el influjo del espíritu navideño.

¿Pero de verdad suceden las cosas así?

En la realidad, por duro que parezca, más veces de las deseadas triunfa la mezquindad y el egoísmo, sin que ningún espíritu mágico se conmueva lo más mínimo. Esto es lo que acabará sucediendo en el cuento que os narro a continuación, por eso lo he titulado…

“El anticuento de Navidad”

Siempre íbamos a casa de mis padres a cenar en Nochebuena, pero el pasado año no pude eludir la invitación de mi suegra.
Llamó la misma mañana del 24, y habló con Marcos, mi marido. Él sujetaba el auricular pegado a su oreja y asentía con la cabeza (inútilmente porque su madre no lo veía)  mientras decía sí, sí… ajá, sí, sí, de acuerdo… sí.

Yo, temiéndome lo peor, me planté frente a él con los brazos en jarras, y escuché sus monosílabos con gesto enojado y con una mirada que hablaba por sí sola. Le lanzaba rayos y centellas con esta advertencia luminosa: “¡Como me hagas ir a cenar a casa de tu madre la vamos a tener!”.
Por fin lo escuché decir “De acuerdo, iremos”.
Colgó y me miró un instante antes de comunicarme que su madre quería reunir a toda la familia por algo muy importante. Aquello me sonó a que teníamos que ir sin falta. 

A las 8 en punto de la tarde atravesamos el umbral de “doña Ana Purificación García”, mi repelente suegra; éramos los primeros en llegar. 
Yo llevaba puesto mi vestido negro de fiesta, el que tenía reservado para fin de año, pero conociendo el estilo de mi repipi cuñada, pensé que si no me lo ponía iba a desentonar, como aquella primera y única Nochebuena que pasé en su casa, tres años atrás, siendo yo aún novia de Marcos, cuando acudí vestida con vaqueros y un suéter de lana, y ellas (madre e hija) iban de tiros largos. Los días sucesivos me mortifiqué pensando en sus más que seguros comentarios sobre lo vulgar que yo parecía. ¡Como si las viera!

Pero volvamos a la última Nochebuena.
Después de las sonrisitas de rigor, le di dos besos al aire que flotaba a un lado y otro de su cara y pasamos al salón.
Ana Pura se sentó en el sofá y me indicó, dando unos golpecitos sobre el asiento, que me colocase a su lado. ¡Hice de tripas corazón!
Marcos ocupó el sillón de al lado, junto a la chimenea.
La mujer comenzó enseguida a hablarnos de sus últimas adquisiciones artísticas: dos cuadros carísimos que había colgado en las ya repletas paredes de la estancia. Yo no pude apreciar la belleza de las pinturas, porque mi vista quedó atrapada irremediablemente en las guirnaldas de espumillón azul y verde con que había decorado sus lujosos marcos. Desde luego no hacían juego con las otras rosa fucsia que adornaban la televisión y los marcos de las puertas. ¡Señor, señor, cuánto dinero y qué mal gusto!

Me autoconvencí de que tendría que tener paciencia, porque seguramente mi suegra se reservaría “eso tan importante” que quería comunicarnos  para un momento más estelar. Era su forma ser. Le gustaba hacerse notar… ser siempre el centro de la fiesta, el niño en el bautizo, y si pudiera, hasta el muerto en el entierro.
Una hora  después miró su reloj y comentó que Purita (mi cuñada) se estaba retrasando. Yo pensé que mejor así; no me apetecía que me restregara por las narices su inevitable modelito de firma y su peinado de estilista. Odiaba el modo que tenía de mover las manos delante de mi cara para que viera los pesados pedruscos de oro y las piedras preciosas con las que se “entablillaba” los dedos (eran tan enormes que casi no podía articular los nudillos).
¿Y qué decir de sus niños? Esos angelitos estruendosos, aporreando las panderetas y cantando horrendos villancicos sin parar.

Después Ana Pura quiso que Marcos la acompañara a la bodega justo antes de cenar, para elegir el vino (otra nueva costumbre copiada de no sé qué serie de televisión). Yo me quedé allí sola y me dispuse a echar un vistazo más de cerca -ahora sí- a las pinturas. Había obras costosísimas de nuevos pintores famosos, pero la más valiosa era un magnífico Picasso, cuyo precio, al menos para mí, era incalculable.
En realidad mi suegra no apreciaba la belleza de esas obras; lo que le atraía de ellas era poder presumir ante sus glamurosas amistades. ¡Pobre Ana Pura! No sabía que la llamaban “Analfa-Pura” a sus espaldas.

De repente sonó el teléfono y yo no me atreví a cogerlo (no estaba en mi casa y no quería que pareciese que tenía confianza). Me dirigí a toda prisa a la escalera que bajaba a la bodega para avisar de la llamada, y entonces saltó el contestador. Escuché la voz de Carlos, el marido de Purita, dejando un mensaje. Decía que estaban atrapados en Despeñaperrros bajo una tremenda nevada. La guardia civil les impedía circular por no llevar cadenas, así que no sabían a qué hora llegarían. Me hizo gracia cuando dijo con su acento cordobés “¡Que si no llegamo… ir senando ustede tranquilos! Por nosotro no os preocupeis, que ya nos apañaremo como podamo ¿Qué le vamo hasé?”

Un momento después regresaron mi marido y mi suegra con una botella de  fino “Alfaraque” de Nueva Carteya para acompañar el primero, y otra de tinto de “Sardón del Duero” para la carne.
Ana Pura, tal vez esperanzada en que la familia de su hija hubiese llegado ya, dibujó la decepción en su rostro. Pasaban ya las nueve y media de la noche y no podíamos seguir retrasando la cena.
Antes de que me diera tiempo a contar lo de la llamada, mi suegra empezó a hablar:

“Bueno, hijos míos, he retrasado el inicio de la cena esperando que llegarais todos, pero veo que no va a ser.
Las dos últimas Nochebuenas os he invitado a cenar –dijo mirando a mi marido, aunque estaba claro que me hablaba a mí también- y siempre habéis declinado por diversas excusas, para mi gran pena.

Este año he querido comprobar si volvería a suceder lo mismo y pensé que si tu hermana o tú faltábais, el que estuviera presente recibiría un regalo único por mi parte. 

No es que quiera pagaros vuestra compañía, pues el cariño no tiene precio y a mí me gustaría recibirlo desinteresadamente, pero quiero premiar que no me dejéis de lado una noche como esta. Es muy triste sentir esa soledad y no me gustaría volverlo a experimentar.

Y Ahora vamos a cenar. Más tarde os diré de qué se trata”.

En ese momento mi maquinaria pensante se disparó a toda marcha. ¡Un regalo único y un único regalo para el que asistiera esta noche! Era mi ocasión. Desde luego no sería yo la que disculpara la ausencia de Purita.

Mi suegra nos indicó que pasáramos al comedor y yo, con el pretexto de ir un momento al baño, me quedé rezagada. Entonces me dirigí al contestador y pulsé “borrar mensajes”.
Después cenamos, cantamos un villancico en torno al nacimiento (¡qué ridícula me sentí!) y hasta soporté estoicamente la retransmisión televisiva de la Misa del Gallo del Papa, sentadita junto a la vieja.

Entre tanto aproveché para dejar caer algún comentario como “Luego vendrán con excusas de que han tenido una avería en el coche o algo por el estilo, pero seguro que están tranquilamente en casa, sin tener en cuenta a su pobre madre” (y lo dije con un tono que hasta a mí me dio pena).

Al final de la noche obtuve mi merecida recompensa por aguantar a la cacatúa, y salí con un paquete bajo el brazo. Lo primero que hice el día 26 (el 25 era fiesta y no pude) fue buscar un comprador para el Picasso que mi suegra nos regaló.

A mí lo del espíritu navideño me deja inalterable. Odio la  Navidad y aborrezco a mi suegra. No obstante, se aproxima de nuevo la Nochebuena y este año me llevo  hasta la  zambomba si hace falta, no sea que Analfa-Pura le regale a mi cuñada el Monnet que adquirió el mes pasado en una subasta. Para mí o para nadie.

Adelaida Ortega Ruiz.

viernes, 17 de diciembre de 2010

Mi ventana seguirá abierta para compartir mis sueños



A los que me acompañan desde el primer día y a esos otros que ahora echo de menos, a los que pasaron sólo un momento pero dejaron su huella, a los que se asomaron y salieron en silencio, a los que pegaron unas frases que más tarde encontré calcadas en otra ventana, a los que buscaron aquí una pantalla para reflejar su sitio, a los que llegaron por accidente y se quedaron conmigo, a los que me demuestran su cariño que tanto agradezco, a los que me animan con palabras mágicas, y a todos los que, sin saberlo, me han convencido de que merece la pena compartir mis sueños. Para todos ellos, para todos vosotros… 






Adelaida Ortega Ruiz

lunes, 13 de diciembre de 2010

Mi destino en un trozo de papel


Caminé arrastrando mi alma, sujeta a mis pies por una cadena invisible. Cientos de personas iban y venían con prisas, cruzaban la calle o esperaban el autobús. Otras paseaban ajenas al drama que tambaleaba mi mundo.

Y yo me caí, me caí del mundo.

Ya no habría más sonrisas para mí, ni fines de semana en la sierra, ni cafés en la terraza del Bar de Anselmo. Vi mi silla vacía; otro la ocuparía para jugar al mus con Pedro.

Mi móvil desconectado; decidí usarlo sólo para emergencias. Tal vez fuera mejor así. Me encerraría en casa y nadie me vería temblar. Lloraría escondido y mis lágrimas de hombre me darían tanta pena que lloraría aún más, lloraría y volvería a llorar hasta secarme por dentro.

Atrincherarme, ocultar mi vergüenza; sí, eso es lo que haría. Pero en la nevera ya sólo habría botellas de Coca-Cola llenas de agua del grifo…

No me daba tiempo a llegar a casa. Iba a llorar ya, sentado en un escalón cualquiera.

¡Ni hablar! La gente creería que soy un mendigo y me darían limosna, ¡A mí, con mi elegante traje de firma y mis zapatos ergonómicos!

Me hirieron, como cegadores flashes, la academia de inglés del pequeño, la ortodoncia de la niña, el gimnasio de Clara, la cuota del club de tenis y ¡mi suscripción al National Geographic!

Tendría que anularlo todo. Bueno… todo no, que la ortodoncia de Marta, en un esfuerzo titánico, haría aflojarse un poco mi cinturón de piel de cocodrilo, vestigio de tiempos mejores, y convertiría mis ceñidas tripas en sacrificado corazón. En eso no había vuelta atrás.

Yo que había sido tan autosuficiente…

Yo, que cuando nos casamos, le pedí a mi mujer que dejara su trabajo para atender la familia como Dios manda…

Yo que había sido tan prepotente, tan gilipollas…

La voz de mi madre se abrió camino desde un rincón de mi cerebro: “el hambre enseña a pensar” –me susurró echándome en cara la falta de previsión de toda mi vida-. Pero a mí sólo me enseñaría a añorar lo que fui y ya no era: influyente, poderoso, joven…

Tal vez sí que terminaría en un escalón con la mano extendida y la cabeza gacha. Me verían mis antiguos compañeros de trabajo y los socios del club, y yo no me atrevería a levantar la vista, pero tampoco me podría permitir retirar la mano. ¿Seguirían entonces dándome palmaditas en la espalda?

Ahora, cerca ya de mi casa, me detuve. En la esquina me atacó el futuro inmediato con la afilada hoja de su inmediato presente.

La imagen de mi terraza con sus jardineras y su toldo a rayas chocó conmigo como una ráfaga helada en el rostro.

Cuántas veces, mientras el ascensor engullía uno tras otro los pisos apilados, había buscado yo la llave en mi bolsillo, palpando su forma que distinguía con los dedos, mientras mi cabeza se afanaba en solucionar problemas que ahora me resultaban vanos. En aquellos momentos, sin saberlo, yo había sido feliz.

Sin embargo hoy iba a subir a casa sintiéndome pequeño, insignificante… fracasado.

Podía coger ese ascensor hasta la quinta planta y enfrentar a los míos con la dura realidad, o podría seguir subiendo hasta la décima, y allí, desde la azotea, escapar de ella en un instante. Sólo tendría que cerrar los ojos y dejarme ir…

No, no tenía valor, o mejor dicho, no debía ser tan cobarde, porque huir tal vez fuera lo más fácil, y ahora tocaba ser fuerte y enfrentar mi destino… Ese destino que me había sido notificado en un frío trozo de papel.

Clara no se atrevería hoy a hablar de mis paranoias. La debacle nos había alcanzado con sus destructivas garras, y toda nuestra vida se iba a desmoronar.

Aún no entiendo por qué mi mujer se rió de aquella manera cuando le enseñé el mensaje de mi galleta de la fortuna.

Adelaida Ortega Ruiz